«EL PRIMER día en el que sentí miedo decidí no volver a saltar más». Me hacía esta confesión, hace ya un montón de años, Alberto Ruiz-Gallardón, cuando me explicaba por qué decidió, un día, retirarse del paracaidismo. Era su afición, su pasión, su deporte de alto riesgo. Nunca mejor dicho. Pero lo dejó. La paciente presión de su mujer y su percepción, sutil pero clara, del temblor en el estómago, antesala del miedo, consiguieron algo que no había conseguido su padre, José María, que me hablaba de su hijo utilizando la pasión por los «saltos» como la expresión más certera de su carácter: «Es un tío estupendo -me decía aquel ilustre jurista y contumaz antifranquista de derechas-, ya verás como te cae bien; el único defecto que tiene es que le gusta tirarse en paracaídas, sólo espero que, con el tiempo acabará por dejarlo». Y la verdad es que, como ya he explicado, Alberto dejó el paracaídas y dejó de tirarse él... Lo malo es que aquélla fue una decisión que el intrépido Alberto sólo tomó, radicalmente, respecto a aquella peligrosa afición de tirarse de los aviones en vuelo que, a lo que se vio después, le produjo una considerable frustración. Razón por la cual decidió, con radicalidad parecida, iniciarse en otro deporte, todavía más peligroso, como lo es el del paracaidismo político, y además en un partido de orden como el suyo, donde nunca ha prosperado la cultura de la improvisación y, mucho menos, la del espontáneo. Para colmo de males, resulta que Alberto no procedía de las «cuadras» del relevo generacional, o sea del futuro que llegaría a alumbrar a la generación de José María Aznar. Porque Alberto, si era algo, era amigo de Rodrigo Rato, de Loyola de Palacio, o sea, de los de la «cuadra» de Fraga que, como es sabido, nunca fueron bien vistos por el de Valladolid. Pero Alberto nunca pudo soportar el «mono» del paracaídas, porque su verdadera vocación siempre ha sido el salto en el vacío. Así que cuando pudo comprobar que no les caía nada bien a los del aparato de Madrid y que, además, las costuras de su «disfraz» de presidente de la Comunidad le reventaban por todas partes, recordó con nostalgia el sumo placer que siempre le había producido «saltar». Así que se arremangó, se asomó a la puerta del avión y se lanzó al vacío al grito aquel de «después de Aznar, aquí estoy yo». Nunca pudo reponerse del todo de la costalada, del odio sarraceno que, ya para entonces, despertaba en su partido desde que invitó a Jordi Pujol a visitar Madrid y la gente le echaba monedas al paso del Honorable. Ni siquiera cuando Aznar decidió «perdonarle la vida» para hacerle el favor de que acudiera a defender la ciudad de Madrid de las huestes marxistas, pudo evitar Alberto que en el partido se le mirara con muy malos ojos, como si el pobre, que es más de derechas que Fraga y Aznar juntos, fuera un infiltrado del PSOE. Nunca han sabido entender que lo de Alberto siempre han sido los «saltos» y que, por eso, siempre ha tenido amigos en todas partes. Luego Aznar perdió las elecciones. Pero a los del PP nunca se les ocurrió pensar aquello de «siempre nos quedará Madrid». Porque en Madrid estaba Alberto y Alberto nunca fue de fiar. Pero él prefirió leer las cosas a su manera y, además, decidió fiarse (él, sí) de Mariano. Y le hizo aquel desgraciado discurso de la autocrítica que leyó en un gélido auditorio, lanzándose otra vez al vacío. Mientras, Mariano calculaba los efectos colaterales como si él no tuviera nada que ver con aquel intrépido paracaidista. El último «salto» de Alberto quería llegar al corazón del poder, del aparato . Pero esta vez, en su impaciencia, se olvidó del paracaídas.