HA PASADO un año de Zapatero en la Moncloa y sigue el clamor que ha elevado su talante a los altares. Tengo para mí que, en muchos aspectos, el mérito inicial de este Ejecutivo fue semejante al de los precedentes: un Gobierno borrador que nos hace olvidar los disgustos anteriores. Felipe ganó a Suárez para que volvieran a las fundas los cuchillos, que como eran centrados iban directos al corazón; Leopoldo llegó por casualidad, pero lo eliminó González para superar su tancredismo: estaba en mitad de la plaza como si el toro no fuera con él; Aznar fue mano de santo videográfico para disipar los hedores de la corrupción y Zapatero vino como ángel con espada flamígera para aliviarnos de la pesadilla de un señor que elevó a la categoría de Estado el fotomatón (sic) de las Azores, confundió un tiempo la tragedia del Prestige con el vuelco de una barquita de recreo en el Retiro madrileño y batió el récord de mentiras. No creo que sea un índice a supervalorar, pero cuando Zapatero cae bien a tantos por algo será: quizá es que su talante es bueno; porque talante, como colesterol, también lo hay malo. Ese clamor vale sólo como referencia, porque de otro modo los plebiscitos mediáticos guiarían nuestra vida y a la vista de cuántos millones han participado en las exequias del Papa, durante varias generaciones los ausentes del espectáculo no podríamos aspirar al cielo, porque aquellos boy scouts de la fe lo tendrán a rebosar. En cualquier caso el presidente, en un año, además de la salida de nuestras tropas de Irak, un intento de racionalizar las relaciones internacionales -con la asignatura pendiente de volver a la armonía con EE.UU.- y unas cuantas leyes más para dar alegrías a minoritarios que otra cosa, poco más podía hacer. Verdad es que en el no hacer, este buen Zapatero ha estado más ducho con nosotros: esta vez tiene razón Fraga cuando dice que el Gobierno puede estar haciendo felices a los españoles pero no incluye a los gallegos.