ISRAEL ES una democracia moderna y con admirables controles internos, que ha cometido el grave error de externalizar su principal problema -el del pueblo palestino- y tratarlo con técnicas propias de lo que el profesor Duverger bautizó con el exacto nombre de fascismo exterior. Este sistema, que en el Estado sionista es un pecado original, en modo alguno es un invento novedoso. El macartismo americano atajó la ideología comunista desarrollando un fascismo bien delimitado dentro de la democracia americana. Francia trató de impedir la independencia de Argelia creando un fascismo extraterritorial cruel y genocida. Y hasta la dulce Bélgica -la de los chocolates y los barrios góticos- intenta olvidar a duras penas la negra historia del Congo. No eran lo que Talmon llamó democracias totalitarias, ni dictaduras genocidas al estilo Pinochet o Videla. Eran delitos de Estado cometidos a espaldas de las instituciones, que dejaban impolutos el territorio nacional y las libertades del pueblo que votaba y comprendía esos horrores colaterales que se justificaban en su defensa. Y por eso hay que medirse mucho a la hora de patentar para Israel lo que ellos no inventaron, y lo que con mucha sofisticación está resurgiendo en Guantánamo, en las cárceles alquiladas a las dictaduras del Este y en las leyes antiterroristas que, con los pecados veniales de Europa, o con los pecados mortales de Estados Unidos, amenazan nuestra libertad. A Ariel Sharon, abatido por un derrame cerebral irreversible, nadie le puede negar su extraordinario liderazgo sobre la democracia israelí. Pero toda su brillante historia queda anulada por haber sucumbido a las dos tentaciones más graves que tienen las democracias actuales: el ya dicho acotamiento y ejercicio de políticas específicas de corte fascista, y la pérdida de perspectiva sobre lo que es esencial para la buena marcha de las democracias avanzadas. Frente a la idea moderna de que la garantía de un buen gobierno no está en la personalidad del gobernante, como pensaba Platón, sino en la excelencia de un sistema de contrapesos, debates y garantías, como explicaron Montesquieu y Tocqueville, la democracia comunicativa actual nos está arrastrando de nuevo hacia fórmulas que refrenan el funcionamiento del sistema para dejar las manos libres a líderes cada vez más mesiánicos que, como Bush, Blair, Lula o Aznar, y todos los que en el fondo desean imitarles, quieren salvarnos también del sistema mismo. Eso fue Sharon: un líder personal, con un programa personal y un partido personal, que, con su derrame cerebral, deja a Israel y al mundo sumidos en el marasmo. ¡Qué gran lección de política! ¡Y qué poco la vamos a aprovechar!