En no pocas ocasiones, la construcción de un edificio contemporáneo en un espacio histórico genera polémica. En Galicia, el paradigma de este tipo de controversias tuvo lugar en Santiago, a principios de los noventa, donde el proyecto de construcción de un polideportivo en las inmediaciones de la catedral provocó un enfrentamiento entre la Xunta y el Concello.
20 mar 2006 . Actualizado a las 06:00 h.La construcción de Santiago desde el compositum tellum hasta el siglo XX fue dual: radical vanguardia de las formas y relativo sosiego del acontecer histórico. En la década de los ochenta del siglo pasado éramos conscientes de la necesidad de recuperar para el conjunto monumental la impronta moderna. Después de lustros de hiperprotección casi freudiana del hijo-mito, cuya grisácea alma levitaba entre sotanas y rondallas, el centro histórico adolecía de una falta de mantenimiento real. Combinar adecuadamente la implantación de nueva arquitectura, no como fruto de ideas geniales o provocadoras sino en consecuencia con las demandas reales y funcionales, e incentivar al mismo tiempo la protección, conservación y restauración de monumentos y caserío era, a fin de cuentas, aplicar el «decíamos ayer» del ilustre agustino en el discurso urbano. Frente a las formaciones políticas y sectores profesionales que pretendían la conversión en Parlamento autónomo de la magnífica sede del instituto Rosalía de Castro, colegio de pasantes establecido por el arzobispo Juan de Sanclemente hacia 1610, donde a lo largo de 60 años se educaron varias generaciones de gallegos, el Ayuntamiento y la comunidad escolar sostuvieron la necesidad de mantener un equipamiento educativo público en el centro histórico y mejorar sus dotaciones deportivas y culturales. Al mismo tiempo, al concejo le interesaba especialmente la construcción de un estacionamiento subterráneo que complementara las políticas de peatonalización. En un contexto de encargos arquitectónicos de calidad promovidos por las tres Administraciones, se encomendó a Josef Paul Kleihues, codirector del plan especial, el pabellón de San Clemente. Pero cuando el edificio emerge en la escena urbana se suscita una oposición que trasciende lo local; se argumenta que oculta la vista de la catedral, expertos como Antonio Bonet aducen daños irreparables, e incluso se dice que peligra la inscripción en la lista de la Unesco. El presunto exceso de altura conduce a la paralización de la obra por la Dirección Xeral de Patrimonio, pero lo cierto es que el desacuerdo fundamental era la introducción de una construcción contemporánea con materiales y modulaciones distintos a los tradicionales: un paralelepípedo de piedra, vidrio y cobre que ocupa el vacío entre dos edificios preexistentes, con dos fachadas transparentes para facilitar la integración. No era una cuestión de jerarquía o un pulso entre Administraciones, sino la autoridad del proyecto urbano para implantar un nuevo volumen que, igual que el CGAC, modificaba la estampa típica. Para evitar el colapso de la obra, la Xunta y el Ayuntamiento acuerdan someterse al arbitraje de la Real Academia de Bellas Artes, siempre dispuesta a dirimir estas cuestiones. Ante la docta corporación comparecen dos embajadas, primero la municipal, con el autor del proyecto y los responsables del plan, Ánxel Viña y Juan Luis Dalda, acompañados por Álvaro Siza, para presentar el proyecto del pabellón en el contexto global de ciudad. A los pocos días le toca el turno a la delegación de la Xunta. La operación diplomática desplegada entre los miembros de la Academia, músicos, artistas y arquitectos, inclinó la opinión a favor del proyecto urbano. Federico Mayor Zaragoza, invitado a comprobar por sí mismo que el nuevo edificio en modo alguno impedía ver la catedral desde el paseo de la Herradura, admitió que la pretensión de borrar a Compostela del catálogo de la Unesco no se sostenía. A la vista de los pronunciamientos favorables, sólo faltaba acordar una fórmula aceptable para Xunta y Ayuntamiento, solución un tanto salomónica consistente en rebajar un poco la altura del pabellón. Y tutti contenti, sobre todo la arquitectura, que había reinstalado sus credenciales en la ciudad histórica.