EN UN país pendular, cambiante, como es el nuestro, no es extraño que las víctimas del terrorismo estén en vaivén. Las víctimas de ETA, hasta bien entrada la democracia, fueron asesinadas o condenadas de forma alevosa. Se las mataba y con ello se truncaba su vida, se las condenaba a la vergüenza extendiendo un manto de duda o justificación: «Algo habrán hecho». Se conminaba a sus familias al silencio; los asesinos se convertían en héroes y los asesinados en villano; y para más ignominia, la Administración pública era especialmente cicatera en ayudas materiales o en consideraciones de todo tipo. Era, pues, un escenario imperdonable. Las víctimas y sus allegados han sufrido mucho más de lo imaginable, que ya es decir. Han sufrido lo que se llama un proceso de victimización. Hace ya incierto tiempo que el péndulo volteó y las cosas han cambiado para bien. La sociedad en su conjunto ha reivindicado a las víctimas, que han dejado de estar aisladas y han pasado a pertenecernos. El silencio y la sombra de duda sobre ellas han desaparecido. Los tribunales y la Administración son mucho más justos en las indemnizaciones y en el soporte y la ayuda efectiva. Las víctimas directas tienen presencia pública a través de sus asociaciones y el Gobierno ha nombrado un comisionado para que vele por sus problemas, y con certeza lo hace. Pero en el oscilamiento del péndulo se ha producido en mi opinión una desubicación de las víctimas, y no tanto por ellas sino por los que las utilizan y pretenden marcar el papel que jueguen en el proceso de paz. Pocas cosas más absurdas y retorcidas que preguntar a un hijo si olvida o perdona a los asesinos de su padre. De igual forma, es inconveniente pretender que se pregunte a las víctimas si se negocia con los asesinos, pues aunque alguno lo aceptase como necesario, supone favorecer una reflexión esquizofrénica más allá de lo conveniente. Las víctimas, por esencia, ni perdonan ni olvidan, y están en su derecho de esgrimir que no exista trato de favor alguno para los culpables. Sin embargo, ese reconocimiento público tan merecido no puede hacernos olvidar que las decisiones políticas sobre cómo y cuándo negociar, en su caso, con los terroristas, no les competen, y son el Gobierno y los representantes políticos los que, teniendo en cuenta todas las variables, han de decidir en qué se puede ceder y hasta dónde. Las víctimas, como ha dicho Pilar Manjón, «son sólo víctimas», y no es de su cometido marcar la política antiterrorista. Cada cosa en su sitio. Para ellas, apoyo y comprensión; para los políticos, la decisión.