ESTE MUNDO desarrollado está en permanente mudanza, sin que nadie se atreva a calibrar la dimensión y dirección del cambio. Quizá no sea el más racional ni el más justo, pero es el que ha sido capaz de hacer este colectivo humano que quiso prescindir de corsés ideológicos, económicos, políticos, familiares y geográficos. Lo malo es que tanto desembarazo se llevó por delante algunas cosas, como el pensamiento territorial, pensamiento que, a pesar de todo, aún enlaza la política con la ciudadanía. Hablar de metrópoli en Galicia exige mucho entusiasmo. Para tener una cifra respetable de habitantes y poder competir en Europa, sólo cabría considerar como metrópoli el sistema urbano global formado por todas nuestras ciudades. La metropolitanización en Galicia fue una realidad sobrevenida, no un proceso pensado. Se inicia con el basculamiento poblacional del interior hacia la costa y se alimenta con la llegada del ahorro de la emigración, la atracción ejercida por la autopista y la incapacidad de los ayuntamientos y de los particulares para gestionar unos planes tan megalómanos como irreales. Mientras la ciudad capital se colapsaba construyendo ensanches, ciertos municipios limítrofes acogían el excedente sin trabas, pero sin prever las necesidades de servicios e infraestructuras de conexión. El crecimiento de nuevos núcleos urbanos se va extendiendo sobre la trama viaria, allí donde se concentran las oportunidades de empleo y las actividades terciarias. Poco a poco, el hecho metropolitano se consolida como un sistema difuso y confuso, formado por conglomerados multiformes y ya sin solución de continuidad. Sociológicamente reciben a quienes se van en busca de vivienda, que suelen ser los más dinámicos desde el punto de vista económico y demográfico. Culturalmente es la vuelta al campo de los sueños, sin parar mientes en el tiempo que se dedica a la comunicación entre trabajo y residencia. Políticamente es el efecto de la falta de políticas autonómicas de ámbito intramunicipal. En su dimensión espacial es un topos económico y relacional donde la capital, que centraliza el suministro de servicios y oferta de consumo más puntera, ve cómo se deprime su saldo demográfico y su universo fiscal mientras se beneficia, a cambio, de un incremento notable de las plusvalías del suelo. La expresión territorial de este fenómeno se hace patente en el crecimiento masivo del entorno de las ciudades; en la urbanización del campo, especialmente en el área litoral; en la desconexión entre la inversión en infraestructuras y las directrices del planeamiento; en la escasa coordinación entre servicios y equipamientos y en la deficiente movilidad. Es un modelo rico para un país modesto. Para esta metrópoli difusa se abre un debate algo confuso, ya que la política gallega aún es focal y no global; no es capaz de anticiparse a los hechos y dedica más esfuerzo a la reivindicación que a la proyección. ¿Se está evaluando, por ejemplo, la repercusión del AVE en la organización del sistema urbano? El problema no estriba en elegir la fórmula administrativa, sino en disponer de la idea-proyecto para una Galicia metropolitana, y eso es competencia, sobre todo, de la Xunta. Mientras tanto, Vigo reclama su área y urge una respuesta para sacar el máximo rendimiento a los activos regionales.