LA NOTICIA conocida el pasado viernes de la expulsión de tres de las seis inmigrantes que habían denunciado abusos sexuales de diversa índole por parte de policías nacionales en el centro de internamiento de extranjeros de Málaga no puede ser peor noticia en el medio de un agosto horribilis. No se trata de un problema de creer a unos -policías- o a otros -inmigrantes-, por más que, y no es bueno ocultarlo, las informaciones que se conocen a través de los medios de comunicación indican que algo huele a podrido en Málaga. De lo que en primer término se trata es que hay que garantizar un juicio en donde se puedan plantear y valorar todas las hipótesis, entre otras, las denuncias de las que ahora han sido expulsadas. Lo que ahora ya no es posible. No pudiendo aceptarse como disculpa que la medida de expulsión era automática por el paso de cuarenta días, pues la ley de extranjería prevé casos excepcionales que la paralizan. En cualquier caso urge una investigación que esclarezca lo sucedido, pues de los hechos puede desprenderse una muy grave obstrucción a la justicia, al ser perfectamente posible, o al menos lo parece, que una o unas manos negras hayan querido hacer desaparecer las pruebas que representarían los testimonios orales de las mujeres expulsadas. Y contra lo que alguien quiera creer, el asunto no concierne solo a las partes implicadas. Su carácter público deviene de que los presuntos hechos ocurridos, abusar sexualmente de mujeres inmigrantes internadas, a disposición de la autoridad, especialmente vulnerables, aparece como cometido por algunos de los funcionarios encargados de su custodia, y por ello somos los ciudadanos los interesados en saber qué pasó allí. Y de ser verdad, no solo es imprescindible la condena a los autores, sino también el establecimiento de una reparación a las víctimas, de la que responde la Administración por ser funcionarios en el ejercicio de sus quehaceres. Nada sería mejor que que se comprobase que la expulsión se debió a la puesta en movimiento de un mecanismo automático, sin ninguna otra finalidad. Pero, sea cual sea la causa, es cuestión de dignidad que a las mujeres denunciantes se les debe revocar la medida y posibilitar su vuelta a nuestro país. Un hecho tan alevoso como la expulsión de alguien que denuncia atroces conductas por parte de funcionarios públicos no puede ser una noticia que caiga en lo irreversible. Es exigencia democrática que esas mujeres puedan volver y defender sus afirmaciones en un juicio público. Todos estamos interesados en que eso sea así y en evitar que los culpables, de haberlos, queden sin castigo. Que vuelvan sería un rayo de claridad en un agosto de humos y una oportunidad de afirmar que vivimos en una sociedad que puede equivocarse pero está dispuesta a rectificar.