UN HOMBRE de 70 años -cualquier edad es buena para asesinar: los niños ya cazan pájaros a los siete años- ha matado presuntamente a su esposa de 74 en un geriátrico de Alicante. El hombre agredió a su esposa con un arma blanca en el tórax. Como se ve, hay una diferencia sensible entre las manos que, si son blancas, no ofenden y las armas de este mismo color, que, usadas por un asesino eficaz, no sólo pueden ofender, sino incluso garantizarte un ataúd que no tiene que ser necesariamente de pino. Después, como ocurre en ocasiones, el homicida usó el arma contra sí mismo y se asestó un tajo en el cuello. Pero, esta vez, el presunto uxoricida, por fortuna, no fue tan eficaz en su actuación e ingresó en el hospital con pronóstico grave pero coleando: el parte médico habla, con lenguaje más técnico, de un pronóstico grave funcional. En estos casos, el primer sentimiento es de tristeza por la terrorífica violencia humana. Pero, a continuación, surge también la ira y podemos preguntarnos: ¿por qué los asesinos que matan y luego se suicidan no invierten el orden de sus actos? Lo bueno sería, obviamente, que no fueran agresivos. Pero, si admitimos que parece que no pueden vivir sin matar, ¿por qué no se suicidan primero y luego matan a sus mujeres o a sus maridos? Porque, naturalmente, a las mujeres a veces también se les va la olla y matan a sus parejas, aunque en una proporción muy inferior a la del varón que, en el terreno de la violencia, es un hacha. Las mujeres cometen, aproximadamente, el diez por ciento de los crímenes de violencia de género. En diciembre del 2004 se aprobó la Ley contra la Violencia de Género. Las cifras de crímenes cometidos en el 2006 -que son ya más altas que las del 2005- indican que, además de buenas leyes, y ésta, en líneas generales, lo es, el camino por recorrer es casi infinito: nunca hay que olvidar el atroz pasado antifeminista de nuestra historia. Un pasado (y presente) tan macabro de opresión y desprecio de la mujer, en todas las sociedades, y durante tantos siglos, está condenado a tener un arreglo muy lento.