Desde su poderosa aparición con la aclamada Reservoir Dogs, en 1993, que reinventó el concepto de lo independiente, suscitando un renovado interés por el cine de autor made in USA que parecía definitivamente enterrado, Quentin Tarantino ha encarnado casi como ningún otro director vivo (Allen, en otro sentido) la fantasía del outsider que siempre se sale con la suya. Con aquella obra inicial, pero sobre con la segunda, Pulp Fiction, que convirtió en millonarios a los hermanos Weinstein, los descubridores y principales patrocinadores de todas sus fantasías fílmicas, Tarantino se ganó el derecho a hacer lo que le diera la gana, el sueño más preciado de un artista. Puede que desde entonces haya perdido gancho entre su legión de admiradores: nunca ha vuelto a pulverizar las taquillas como en aquellos primeros tiempos, pero en cambio ha logrado su objetivo, tener libertad para, dentro del esquemático contexto del cine más industrial que promueve y publicita sus filmes como grandes acontecimientos que nadie debiera perderse, rodar lo que él quiere, cuándo y cómo guste. El ejemplo más evidente son las dos partes, o volúmenes, de Kill Bill. Cuando comenzó a prepararla tenía en mente una única película, pero la cosa se fue alargando y al final decidió proponer dos partes, sin dejarse nada en el tintero. Tarantino ha podido imponérselo, aunque el público le responda en menor medida. Quienes ahora acudan al reclamo de su particular tratamiento de la violencia, puede que se lleven un chasco. Malditos bastardos es sobre todo una película hablada, con largos discursos, digresiones infinitas marca de la casa, propuesta como una nueva vuelta de tuerca a los subgéneros cinematográficos que sirvieron de sustrato intelectual al autor desde su infancia para ofrecer algo completamente nuevo y original, una personal relectura de la historia con final feliz.