ETA nace en 1959. Comete su primer asesinato en 1960. Realiza 858 asesinatos, de los que 200 víctimas son guardias civiles, 183 policías y 103 militares. En cárceles de España hay 559 presos y 140 en Francia.
La pasada semana, el Constitucional legalizó a Sortu. Con tal sentencia no solo enmienda al Tribunal Supremo en su sentencia de hace un año, que no consideró suficientemente probadas las distancias entre el mundo civil abertzale y ETA. También, por primera vez, se establece el catálogo de conductas que se consideran suficientes para eliminar a partidos y organizaciones sociales de la legalidad, por ser cómplices de la violencia.
No basta con decir, expresamente, que se rechaza la violencia de ETA. Conductas o actos que enaltezcan el terrorismo, provoquen la humillación de las víctimas, se consideren ambiguas en la condena del terrorismo, equiparen la violencia terrorista con la coacción legítima del Estado de derecho o el sufrimiento de las víctimas con el de los presos de ETA, serán razones objetivas para declarar la ilegalización de organizaciones político-sociales, supongo, en cualquier lugar de España
Es cierto que en el pacto de Ajuria Enea, del que formé parte durante diez años, se contemplaban dos premisas fundamentales. El rechazo al uso de la violencia con fines políticos y el compromiso para, una vez desaparecida la anterior, buscar y encontrar fórmulas para la normalización integral de la vida sociopolítica en Euskadi.
Hoy, y tras los acontecimientos de la llamada tregua trampa en tiempos de Zapatero, contemplamos el caminar divergente del mundo civil y militar, que obligó a ETA a declarar un alto el fuego definitivo, en presencia de mediadores internacionales. Incluso ya hay organizaciones políticas vascas nacionalistas radicales, con ejercicio de responsabilidad de gobierno en instituciones vascas.
Falta la disolución de ETA. Falta convencer a la sociedad vasca y española de que nunca más volverá el terrorismo. Falta cerrar las heridas de las víctimas.