La u fue cosa suya para que el apellido sonase mejor. Este 2012 es el año Faulkner, aunque todos los años deberían de llevar su nombre porque pocos escritores contaron tan bien las pasiones humanas como él. Han pasado cincuenta años desde su muerte en el 62. Cuando un autor es una literatura entera, la tormenta eléctrica de elogios está garantizada. Y sus ahijados creativos aparecen por todas partes. En las páginas de Juan Carlos Onetti está Faulkner, como lo está en las de Javier Marías. Hasta García Márquez y Vargas Llosa se consideran deudores del maestro del Misisipi. Del hombre que hizo aullar el sonido y la furia desde el teclado de una máquina de escribir. Empezó como poeta y terminó como escritor de poemas en largas novelas, en párrafos interminables que narraban cómo eran los seres humanos de su ficticio territorio Yoknapatawpha. Un lugar que es todos los lugares. Algunos se quedan con Luz de agosto. Otros prefieren Las palmeras salvajes. Los hay que tienen en su mesilla Santuario. Da igual. Faulkner sabe siempre a Faulkner, también en sus relatos cortos, también cuando no experimenta con monólogos interiores de los que solo puede salir vivo alguien con su talento de gigante. Faulkner limita al sur consigo mismo.