Tendríamos que haber escuchado aquel himno gay de los Village People de otra manera. Recordarán que eran seis macizos mozalbetes disfrazados de estereotipos queer que en una de sus canciones hilvanaban un relato desmelenado e irónico en torno a la concentración de testosterona y virilidad de la YMCA. Creada por George Williams en 1844 en Londres, esta organización que hizo del deporte un contundente argumento pedagógico ?en sus centros de Springfield y Holyoke, en EE.?UU., se inventaron el baloncesto y el voleibol? fue durante buena parte del siglo XX un espejo de las élites triunfantes en Estados Unidos. Porque el potaje del éxito tenía entonces unos ingredientes innegociables.
Para tener alguna posibilidad de acercarse al sueño americano había que ser joven (Young) hombre (Man) y cristiano (Christian), condiciones que, hasta que Rosa Parks resquebrajó los santos principios de la segregación racial al permanecer sentada en la primera fila de un autobús de Montgomery, tendían a confluir además en tipos blancos por supuesto heterosexuales.
Decía que la parodia de los Village People tenía más mensaje que los de ese himno tontorrón y resultón que tanto nos inspira en bodas, banquetes y comuniones porque al ironizar con la YMCA hasta casi convertirla en una oenegé del ambiente advirtieron que algo se estaba agrietando en las rigideces sociales de Estados Unidos. O sea, que aquella canción anticipó la victoria de Obama antes de Obama.
Lo digo porque el triunfo del demócrata hace cuatro años y su reválida del martes consolida en el sistema algo que la sociedad había empezado a realizar por su cuenta hace cuatro décadas y que encontró una avanzadilla en el mundo del arte. Hace ya tiempo que en el gremio del artisteo se ironiza con que un hombre blanco, heterosexual y protestante tiene muy pocas posibilidades de ser alabado por el crítico de The New Yorker, porque lo que hoy destaca e inspira, lo que determina y admira es la diferencia. O la apariencia de diferencia.
Todos estos distintos que empezaron a merodear por la vanguardia en torno a los años sesenta, todas estas minorías son las que explican la victoria de Obama, como él mismo relató en su destellante discurso de la victoria. Y la tantas veces hipervitaminada ola de simpatía que despierta por doquier ?a punto estuvo Rubalcaba de convertirlo en ¡socialista!? demuestra también que las empatías planetarias discurren por parecidos derroteros. Bret Easton Ellis, que tan bien desolla a sus compatriotas, avanzó a finales de los noventa que lo in estaba out y lo out, in. La victoria de Obama oficializa que hoy las mayorías son las minorías, y las minorías, las nuevas mayorías.