Las otras caras de la crisis

OPINIÓN

12 ene 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

A lo mejor tiene razón Mariano Rajoy cuando dice, con palabras menos enxebres que las mías, que la economía española empieza a rebulir. Y hasta puede suceder que esos síntomas de cambio que los expertos descubren en España y en Europa sirvan para explicar por qué, un tanto relajada de las tensiones provocadas por los rescates, la reestructuración bancaria, los recortes, las privatizaciones y el paro desbocado, la crisis empieza a salir a borbotones por otras fisuras y con otras formas, como si quisiese recordarnos que las desgracias nunca vienen solas y que a quien Dios se la da siempre se la bendice San Pedro.

Síntomas de este nuevo tiempo de ansiedad son la crisis de la monarquía y las rebabas incontroladas del caso Urdangarin; el rancio independentismo de Mas y la artificiosa y forzada actualización de la «cuestión catalana»; el aluvión generalizado de casos de corrupción -Cataluña, Andalucía, Baleares, Valencia- y su inoportuna fijación mediática en el caso Pallerols; el extraño rumbo de la reestructuración financiera y su indecente encarnación en las preferentes, los ERE y las desinversiones aceleradas; y, si me permiten meter algunas piezas cazadas en Galicia, la Campeón, la Pokémon, el caso Baltar, la tragedia del Deportivo y -¡espero equivocarme!- el fiasco Pemex. Como diría Jesulín, en solo dos palabras, ¡im-presionante!

Ante tal maremágnum, del que solo menciono la espuma que flota, es posible que todos -ciudadanos, políticos, periodistas, jueces y gestores- tengamos la tentación de situarnos en los extremos del arco estratégico, de tal manera que mientras unos pensemos que ya tenemos bastantes problemas, y que no es este el mejor momento de convertir España en un crisol purificador que separe el oro de la escoria, otros se pueden ir exactamente al lado contrario, para exigir justicia infinita, inquisición a destajo y un ideal de igualdad -me refiero especialmente al caso Urdangarin- que siempre se acaba rompiendo, en la práctica, por fas o por nefas. Y vive Dios que no es fácil optar por una u otra alternativa. Porque si bien es cierto que la respuesta correcta es «viva la justicia, abajo la pillería y hagamos brillar de forma impoluta todas las piezas del Estado», mucho me temo que la vida acabará imponiendo caminos intermedios, que en el supuesto de abrirse no deben llevar añadida a la pena principal de nuestra propia imperfección el castigo cruel de una frustración colectiva.

Lo que yo pienso es que de esta tragedia es más útil y más fácil salir aprendidos, y con firmes propósitos de la enmienda, que salir limpios como la patena, y que ninguna desgracia sería peor que enredarnos ahora en irreprochables operaciones profilácticas mientras la impotencia se lleva al basurero las lecciones políticas de un tiempo ya pasado de egoísmos y desmesuras.