Vaya de entrada que no soy nada aficionado a sacralizar la vida profana. Por ejemplo, que la colección de poesía de la espléndida editorial Tusquets esté amparada bajo el paraguas de un título quasibíblico como Textos sagrados no me agrada mucho. Sin embargo, califico a los clientes como criaturas sagradas porque me parecen los seres que, por los beneficios que nos proporcionan, son tan celestiales como los buenos padres (por desgracia, hay también padres infernales que saltan a las páginas de sucesos). Los padres dan de comer y pagan las innumerables facturas que bajo el brazo traen los hijos. Cuando los hijos se hacen adultos y se independizan económicamente, los clientes relevan a los padres y, a cambio de algunos servicios, les pagan el dinero con el que las criaturas ya emancipadas siguen comiendo y pagan las casi infinitas facturas que nos depara la vida. Por tanto, ¿a quién hay que querer más y tratar con mayor respeto?: ¿a los buenos padres -y no olvidemos que hay padres siniestros- o a los clientes que, por definición, son siempre buenos? Tampoco hay que exagerar: hay clientes malos que son los que, por la razón que sea, no pagan a sus proveedores de servicios o de productos. No cobrar de un cliente es la experiencia más próxima a sufrir maltrato de un padre sádico. El gran Kotler, un genio del márketing, da estas dos reglas para el comercio: Regla A) El cliente siempre tiene razón. Regla B) Si el cliente comete errores lea la regla A.