El chavismo venezolano ha decido perpetuarse con sus más importantes emblemas: la verborrea, el chándal y el caudillo omnipresente. Dice Maduro que van a embalsamar a Hugo Chávez como antes se ha hecho con Lenin, Mao y Ho Chi Min, aunque yo me temo que la momia pasará a formar parte de ese otro grupo, el del negro de Bañolas y Julia Pastrana, la mujer barbuda. Y debe Maduro tener cuidado porque a Julia la embalsamaron con su propio hijo. A mi primo Asís, de niño, le regalaron un viejo caimán disecado, con el que jugábamos a zurrarnos la badana hasta que se le saltaban las costuras y se le salía la paja. Tal vez dejen a los niños bolivarianos jugar con la momia del caudillo, quitándole la boina, poniéndole uniformes como un inmenso Ken, el novio de la Barbie. El chavismo se va a perpetuar en una barraca de feria, en un circo de pueblo para el pueblo. Una barraca que podría ir por las fiestas patronales junto con el tiovivo, el tiro al blanco y el algodón de azúcar. No se puede negar que Chávez va a tener el destino que merece, que se ha buscado, el espectáculo popular -¡Aló presidente!, ¡exprópiese!- impúdico de su largo mandato. Si el chavismo tuviera lo que hay que tener apostaría por la santidad del líder y en vez de vaciarle las vísceras lo dejaría al aire a ver qué pasa, como el brazo incorrupto de santa Teresa o la Nena Daconte de García Marquez. Hay otra fórmula: que le hagan una pirámide precolombina, se metan todos dentro con él y cierren la puerta. Y por fin, el silencio.