La indignación no estaba allí

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

02 may 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Pasó el Primero de Mayo, cientos de miles de personas pidieron un cambio de la política económica, los líderes sindicales reclamaron un pacto por el empleo y ahí se acabó todo. No hubo una gran diferencia con el Día Internacional del Trabajo del año pasado. Quizá, algo más de participación, pero nunca sabremos si es que la gente es más reivindicativa y sindicalista o tuvo menos dinero para escaparse en el festivo. La revolución no se hace en estas efemérides. Un amigo mío decía que la gente ahora no va a las revoluciones porque no tiene dónde aparcar.

La verdad es que, repasados discursos y cartelería, todo sonó un poco antiguo y manido. Hablo, claro está, de Madrid, que es donde se escribe esta crónica y donde predicaron Cándido Méndez y Fernández Toxo. Pero digo que para reclamar otras formas de combatir los desequilibrios no hace falta hacer una manifestación: basta leer los periódicos o escuchar ayer mismo a Esperanza Aguirre, que no es precisamente de la CIG. Para pedir iniciativas de crecimiento, no hace falta carné sindical. Si no fuera porque la EPA ha dado 6.202.700 razones, el discurso sindicalista sería el mismo de siempre, con una sola variación: hay momentos en que los líderes parecen profesores de economía hablando del déficit.

Pero el examen al que se sometían ayer los sindicatos no era un comentario de texto sobre sus palabras. Era mucho más trascendente para ellos y para España. Se trataba de saber si recogían el malestar ciudadano ante la situación del país. Se trataba de saber si representan lo que todos hablamos en conversaciones privadas sobre el empobrecimiento, las dificultades de las familias y los crecientes casos de exclusión social. Y con todas las cautelas, porque una manifestación nunca reproduce bien el sentimiento popular, me temo que no. Ahí no estaba toda la sociedad descontenta ni mucho menos. No estaba ese 80 % que dice en las encuestas que ha perdido su confianza en el Gobierno, pero también en la oposición. No estaban todos los que van a los comedores de Cáritas o a los bancos de alimentos. No estaban los realmente indignados.

¿Quién estaba, entonces? Probablemente los habituales, los más militantes y los que todavía mantienen su ilusión de que los sindicatos son capaces de mover la voluntad de los gobernantes. Ante ese probable diagnóstico, es precisa una advertencia: si la irritación no se canaliza a través de las organizaciones sindicales, mal indicio. El descontento buscará otros movimientos sociales más intransigentes, menos dialogantes, menos estructurados, más creativos y novedosos, quizá más violentos. Algunos están asomando ya. Y, si la situación empeora, son los que hacen temer el estallido social.