Pío pía

Gonzalo Bareño Canosa
Gonzalo Bareño A CONTRACORRIENTE

OPINIÓN

11 jun 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

En política, como en todo, conviene reconocer una falta antes que ocultar el desatino o negarlo cuando es evidente. Y, sin embargo, en España resulta tan extraño que un político admita haber obrado mal, incluso ante el juez, que cuando alguno lo hace tendemos a valorar más su gesto que las consecuencias de sus malas obras. Pero una cosa es que sea loable la admisión de culpas y otra muy distinta que con ello se deje limpio el historial y se extingan las responsabilidades. Porque incluso quienes confiesan sus pecados necesitan arrepentirse de lo que han hecho y cumplir después la penitencia que les fuere impuesta para obtener la absolución. O eso es al menos lo que decía el catecismo del padre Ripalda.

En política existen además los pecados veniales, que son aquellos que permiten seguir ejerciendo la profesión tras purgar convenientemente lo mal hecho, y los mortales, que inhabilitan de por vida para estar en la cosa pública, se pague o no por los errores. Viene esto a cuento de que, en lo que parece pecado mortal político, hemos sabido que el presidente del Senado, don Pío García Escudero, que de pío tiene poco, al parecer, y bastante de escudero, ha dicho que ignoraba que tuviera que declarar a Hacienda el préstamo de 24.000 euros que recibió del PP y que, según nos dice, fue devolviendo con talones en cómodos plazos. Dinero que, además, le entregaron en su día sin firmar un pobre recibí, comprobante que tampoco él exigió a quien recogía en Génova sus pagos. Alguien por cierto que, maldita memoria, no recuerda bien quién era. «Había una relación de confianza», dice don Pío. Y tanto.

De entrada, mal puede servir a los ciudadanos quien, después de haber estudiado la carrera de Arquitectura y de llevar 26 años en política, ignora que hay que declarar al fisco los préstamos que se reciben. No es que olvidara hacerlo o que decidiera ocultarlo. Su tesis es que, sencillamente, no sabía que estuviera obligado a ello. «Así que, pelillos a la mar», le ha faltado decir a quien ocupa nada menos que la cuarta magistratura del Estado. Si esa ignorancia es cierta, habría que decirle al conde de Badarán -tal es el título nobiliario que ostenta García Escudero- que antes de lanzarse a legislar, quizá convendría aprenderse las normas vigentes.

Habría que recordarle además a don Pío que en aquel catecismo del padre Ripalda que él estudio a base de capones, a la hora de confesar los pecados se distinguía claramente entre el acto de contrición y el de atrición. La contrición, decían entonces los curas, es un «profundo y dolorido pesar de haber ofendido a Dios, con firme propósito de la enmienda». La atrición, sin embargo, es un pesar de haber ofendido a Dios, pero solo «por miedo al castigo del infierno». Y es evidente que si Pío pía ahora ante el juez Ruz, como pían todos los cogidos en renuncio, no es por estar arrepentido, sino por temor a ser castigado. Es decir, que lo suyo es atrición.