Yo pensaba, esquemáticamente, que había dos clases de ricos: ricos de cuna y nuevos ricos. El rentista genético que, en función de sus capacidades, conserva, acrecienta o dilapida el patrimonio heredado, y el hombre hecho a sí mismo -el self made man anglosajón- que, por su desmesurada ambición, nunca llega a hacerse del todo. El que recibió la bendición de la diosa Fortuna por razones de pedigrí y el que, a partir de un imperceptible grano de mostaza, amasó un dineral de proporciones obscenas.
A mí -no los voy a engañar- no me gustan los ricos. El Forbes me produce repulsión. Sospecho que lo mismo le ocurre a la mayoría del vecindario. Pero, quizás a diferencia de esa mayoría, guardo mayor prevención ante el magnate de carrera meteórica que ante el acaudalado heredero. Primero, porque no me creo que, en general, las fulgurantes ascensiones sean fruto exclusivo del esfuerzo y del talento. No hay evidencia empírica de que los más ricos sean también los mejores empresarios, ni los sujetos más trabajadores, ni los más sabios. Y en segundo lugar, porque detesto al ungido que dedica la mitad de su tiempo a pavonearse de su fortuna y la otra mitad a romper amarras y solidaridades con sus orígenes humildes.
En el año 2006 mi esquema, admito que un tanto maniqueo, se hizo añicos. Como mínimo, estaba incompleto: había una tercera clase de ricos. El productor audiovisual Javier Valiño me llamó de parte de Rosalía Mera: la cofundadora de Inditex quería conocerme. Durante una mañana me mostró el estudio de grabación del centro Mans, que acababa de abrir en el polígono coruñés de Pocomaco. Comimos en un modesto restaurante. Hablamos de Paideia, para mí una incógnita y para ella un empeño que llevaba grabado en los huesos del alma. Y de sus temas recurrentes: el cáncer de la exclusión social, la investigación biomédica, la sanidad y la educación públicas. ¡Qué lejos estaban sus preocupaciones vitales del ránking del Forbes!
Aquel día, en el sitio más inesperado, recibí una inolvidable lección de humanidad. La que solo podía impartir quien se mantenía fiel a su origen, la niña que a los once años abandonó el colegio para llevar unas pesetas al hogar humilde o la costurera reivindicativa que hilvanaba batas en La Maja. Se lo confesó a Iñaki Gabilondo años después: «Cuando uno procede de donde procede no se puede ser de otra manera».