La última voz de alarma la dio Enrico Letta, al que los electores de la culta Italia obligan a gobernar entre las maniobras del delincuente Berlusconi y las mascaradas del payaso Grillo. Los ideales y capacidades de ambos líderes ya eran perfectamente conocidos antes de que los votos los convirtiesen en catalizadores de la indignación y en referentes de la lucha contra los partidos tradicionales. Y así empiezan a pulular por la Europa política estos dechados de estupidez y caradura.
«El próximo Parlamento Europeo -dijo Letta- puede ser el menos europeísta de la historia». Y desde ese sentimiento tan vivido nos puso en alerta sobre los muchos charcos que estamos pisando en Occidente. En Francia andan entusiasmándose con la señora Le Pen, en la que muchos ven la solución milagrosa para la descomposición ética y política de sus socialistas y para el mal recuerdo que les dejó aquel Sarkozy que quiso combatir a la derecha filoautoritaria coqueteando con ella. En Grecia -¡vaya por Zeus!- también están experimentando las consecuencias de haber utilizado un partido fascista para mostrar su indignación contra el desbarajuste que los gobernó durante los últimos años. Desmembraron la izquierda en favor de la Syriza, y debilitaron a la derecha abrazando a Amanecer Dorado, y ahora se pasan los días intentando echar del Parlamento a los que hace solo un año jaleaban, y a los que andan arreglando el país con la pistola cargada. ¡Ay, si Sócrates levantase la cabeza!
Los ingleses, tan suyos, solo piensan en que Europa regrese al Mercado Común; en hacer la política para el club de los ricos, y en dejar que cada cual vaya buscando compañeros de viaje a la medida de sus circunstancias históricas. Y en España, para no ser menos, se nos ha puesto en pie un independentismo catalán más reseso y disparatado que nunca, cuya esencia consiste en utilizar su pretendido europeísmo para hacer todo lo contrario de lo que es Europa, para multiplicar los Estados y las fronteras, para cortar los flujos solidarios entre territorios, para complicar al máximo la gobernanza de la UE, para incrementar el babel del sistema, y para montar más embajadas, más carabineros, más banderas, más privilegiados y más parias. Y a eso le llaman modernidad y libertad.
También Austria, Holanda y Finlandia probaron en diversas ocasiones estos arriscados caminos, cuya explicación resumen los de Forcarei en dos frases consagradas: «bandullo cheo non fai profecías», y «o que non ten que facer busca». Porque eso es la Europa de hoy: un emporio en crisis que nos invita a razonar como pollos sin cabeza, y cuyas peores manifestaciones son estas corrientes políticas descentradas y salvadoras que, despreciando cualquier horizonte de buen gobierno, solo ofrecen nacionalismos xenófobos y milagros muy viejos y de muy triste recuerdo.