Para ser perfecta -y no lo digo con ironía-, a la sentencia sobre el caso Prestige solo le falta un estrambote. Un fallo que considero muy grave por el hecho de que el estrambote lo dejó escrito Cervantes, y no hubiese costado nada pegarlo al final del texto: «Y luego, incontinente, / caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese y no hubo nada». Hubiese quedado genial.
La idea de una escandalosa impunidad, labrada en once años de laberíntica instrucción, es un clamor popular inaplacable, y para dar cuenta de él resulta imprescindible el estrambote. Pero eso no impide que a la sentencia haya que sacarle el sombrero -por rigurosa, justa, pedagógica, independiente y valiente-, ya que todo el problema de fondo procede de la macabra instrucción que la precedió.
Dicha instrucción, digámoslo ya, estuvo orientada desde el principio a generar tres chivos expiatorios. Y para eso se apuntaron los cañones hacia Mangouras, que capitaneaba un petrolero bendecido por todas las inspecciones legales; hacia el maquinista Argyropoulos, que se ganaba la vida haciendo funcionar máquinas viejas; y a López Sors, que, por estar al final de la cadena de mando, no tuvo más remedio que materializar mediante una apariencia de decisión la criminal omisión del deber que protagonizaron las autoridades del Estado. Y por eso ningún juez justo podría haber condenado a los que simplemente pasaban por allí, a sabiendas de que el problema lo causaron los que huyeron de su responsabilidad ante la inminente tragedia.
Por si alguien no lo sabe, es evidente que el caso Prestige no guarda ningún paralelismo con el descarrilamiento de Angrois. Porque, mientras en el Alvia hay una absoluta continuidad y causalidad entre el despiste del maquinista y el descarrilamiento, en el Prestige se inició una maniobra de salvamento que equivalía a la toma del barco por las autoridades del Estado, y a un relevo efectivo de todas las responsabilidades de Mangouras. Por eso la sentencia tiene su sombra en una testimonial condena a Mangouras por desobediencia que viene a penalizar el no haberse alineado con quien solo pretendía transferirle el barco a los temporales, y que por eso debió soslayarse bajo la eximente de una enajenación transitoria provocada por la orden de enviar el barco al «quinto pino».
Dado que la instrucción no persiguió la incuria ni la indecisión culpable, que fueron el verdadero problema, solo cabía condenar a Dios bendito por haber despertado aquella histórica galerna. Y de ahí surge la terrible contradicción en la que estamos: una sentencia perfecta, redactada por el magistrado Pía, que pone de relieve una injusticia procesal, política y social de dimensiones apocalípticas. Aunque este achique judicial -ético e inteligente- sea una de esas actitudes que nos reconcilian con el sistema.