Que un producto de primera necesidad, la luz eléctrica, suba un 11,5 % en el 2014 después de que el ministro de Industria asegurara lo contrario es un escandalazo que debería provocar la dimisión de quien demuestra ser, o un absoluto incapaz, o un redomado mentiroso.
Esa subida de precios, brutal en un país que atraviese una crisis económica durísima, afectará de manera especial a los cientos de miles de personas que no pueden pagar ya sus recibos. Supondrá, además, un motivo de empobrecimiento adicional para una clase media que ha visto cómo su nivel de vida, conseguido con durísimos esfuerzos, ha caído desde el 2008 de una forma estrepitosa. Y añadirá grandes dificultades a muchas empresas que, dependientes de la energía eléctrica para producir sus bienes y servicios, deberán asumir un sobrecoste insoportable en una época en que gran parte de las que todavía resisten lo hacen a duras penas y bastantes con la amenaza permanente de cerrar.
Pero, sobre los daños generales que se derivarán de una subida que es ya tan tradicional como los Reyes -aunque unos ponen y la otra nos saquea los bolsillos- existe en el precio de la luz un factor adicional, que convierte a los consumidores en los parias de un mercado que carece por completo de aquello que constituye su negocio: claridad. Pues pocas cosas hay más herméticas que el proceso que lleva a la fijación del precio de la electricidad para los consumidores.
Cuando uno entra en una tienda y se lleva un kilo de chuletas o en un concesionario y compra un automóvil, sabe, con una razonable precisión, por qué cuesta lo que cuesta y por qué paga lo que paga.
¿Hay alguien en España que sepa interpretar un recibo de la luz? Seguro que no, por la sencillísima razón de que esos recibos están diseñados para que nadie los entienda y no pueda así reaccionar al tener conocimiento de que lo que paga por la luz es bastante más de lo que esa luz cuesta en el mercado. Más, sí, porque en nuestros recibos -que, para lo que nos sirven, podían redactarse en japonés- figuran unos llamados peajes, que incluyen los llamados costes fijos del sistema, además de los incentivos a las energías renovables y al carbón, la moratoria nuclear o el funcionamiento de la Comisión Nacional de la Energía. Sí, sí, todo eso paga usted, al pagar su recibo de la luz, para gran alegría de los benefactores de la humanidad que se están llenando los bolsillos con las energías renovables.
Tal cosa es una estafa escandalosa, aunque, conociendo este país, siempre podría ser peor: podría ser que en el recibo de la luz abonásemos también un peaje específico para pagar los sueldazos de los expresidentes del Gobierno (González y Aznar) o de los exministros de Economía (Salgado y Solbes) que se sientan en los consejos de administración de las eléctricas.