Salí pronto. Los restos del naufragio del día anterior eran insultantemente evidentes. Los cubos de la basura, los contenedores de papel y cartón estaban orlados de cajas y envases que contuvieron los juguetes que los Reyes habían dejado en alcobas y salones, primorosamente envueltos con la magia de la sorpresa que contenía los pequeños tesoros solicitados. Coches eléctricos teledirigidos, muñecas aparentemente zombis, cajas de juegos probables y de ejercicios imposibles, videojuegos, Play Stations y similares, un libro que escribió Saint-Exupéry que relata las increíbles aventuras de un principito, el envoltorio de los discos de Violeta, un cofre lleno de trucos para los aprendices de mago, y qué se yo, embalados en cartón de colores forrado con papel de regalo.
La mañana del día siete era un paisaje después de una batalla. La crónica obstinada que contaba la nostalgia de lo efímero. Los recién llegados, los nuevos juguetes, como en un cuento de Andersen o de los hermanos Grimm, habían desalojado a los que habían llegado uno o dos años antes. Y junto a los envases descubrí los auténticos juguetes rotos, los irrecuperables, los excluidos del cuarto de los juegos, expulsados del paraíso de los niños a los que antaño habían hecho felices. El pequeño caballo que en algún tiempo galopó un jinete estaba sin las dos patas delanteras, arrumbado junto al contenedor verde como si no quisiera ser arrojado al infierno de los juguetes inservibles, los que ya nadie quiere. En el otro extremo, una muñeca tuerta hacía guiños imposibles a quienes la miraban, pedía socorro, exigía una segunda oportunidad que nadie le iba a dar. Ella, que fue la reina de la casa, una preciosa muñeca inglesa comprada en Harrod?s cuando papá viajó a Londres y la niña era aún pequeña. Ella, orgullosa y señora, la envidia de todas las demás muñecas de la urbanización, manifestaba, arrinconada esperando al camión de las basuras, que alguien la rescatara de la condena al olvido que en su caso era irremisible. Estuve a punto de liberarla, de indultarla, pero adónde iba yo tan de mañana, acudiendo a mi trabajo con una muñeca tuerta. La dejé donde estaba y miré para otro lado.
Y en otro lado estaba el oso de peluche que ya nadie quería, que perdió su lugar de honor en la casa donde vio crecer a los niños que ahora, con nocturnidad y alevosía, se habían deshecho de la mascota de peluche que ocupó cunas y camas, que veló los sueños de los pequeños de la casa, que tantas veces fue objeto de sus abrazos y mimos. Se me heló el corazón al imaginar su historia, y no les miento si les cuento que al alejarme, al levantar mi mano para detener un taxi, vi cómo una lágrima se deslizaba por la mejilla del viejo oso de peluche.
Siete de enero, el día después, inundó mi mente de preguntas y volví a ser niño para ubicar en mi memoria mis viejos juguetes, que habitan un cielo multicolor de todos los juguetes perdidos que buscan desesperados a sus dueños que ya nunca volverán a encontrarlos. Siete de enero, sin duda un día triste.