Hablaba de sí mismo en tercera persona, porque su «yo» en realidad era otro. En los días de cielo claro y luna llena, desde un jardín helado, aullaba palabras a los astros. Eran gritos como aquel que nos regaló Munch, desesperados: sin esperanza. La suya habitaba en el escándalo: su máscara protectora. Era un modo de salvarse y extenderse, como una hiedra, por los páramos del mundo cultural, artístico, literario. «Me tocaba pintar bien, cosa que no interesaba en absoluto a nadie», afirmaba.
Sus detractores dicen que era un dibujante y no ven en su obra magna los destellos de Velázquez (que procrea su bigote de alfiler enhiesto y curvo) o Da Vinci (en donde germina su método paranoico?crítico). Vermeer y Caravaggio lo adorarían. Y los más altos literatos de la Antigüedad verían en su escritura un disciplinado ejercicio creativo. Dispararon contra él en los últimos años de su vida y, tras su muerte (1989), algunos pensaron que se borraría de la historia de la cultura como una mala niebla de verano, flor de un día. Se equivocaron.
Quizá porque la obra trasciende al autor y al personaje. Pero muchos lo ignoran. Como pretendieron ignorarlo sus camaradas de generación cuando, en actitud fanfarrona, no quiso condenar los fascismos. Simularon un juicio y decidieron expulsarlo del reino surrealista, que se había convertido en un negocio no denunciado ni denunciable por su corrección político/cultural: inventores de todos los manifiestos; el comunista, también. Salvador Dalí se rio de ellos y gritó que no podían expulsarlo: «Yo soy el surrealismo». Aparentaba ser un orate: «La única diferencia entre un loco y yo, es que yo no estoy loco». Pero no abandonaba nunca su pasión por crear, interpretar, experimentar, probar. Era un laborioso y diligente artesano: un trabajador, no un inspirado que se ponía manos a la obra cuando obraba la musa su merced. Escribía sin brocha, delicadamente, y pintaba como el salvaje que era: indómito e iconoclasta.
En los Juegos Olímpicos de Atenas el equipo español de natación sincronizada se vistió de Dalí. Recuerdo aquel traje de baño. Pensé entonces que aquella era una digna metáfora del genio: bajo las aguas, danzando en busca de la belleza. Hay aviones que rompen el cielo con su nombre, y en el cine, sin palomitas, nombrarlo es un acto de fe en la eternidad.
No era un hombre de su tiempo, ni de ninguno. Quizá porque fue una especie de creador en vías de extinción: rotundamente libre. Salvaje. Lo imagino mientras escribo: ladrando a la Luna. Desnudo. Desde ella, sentado en un reloj dúctil y flojo, contempla su obra. Crece, aumenta, se agiganta. Perdura. La obra queda. Lo demás figura en una glosa a pie de página de la historia. O en ninguna parte. Los cofrades de lo políticamente correcto -esa Corte de los Milagros- debieran aprender la lección.