Hay que ver cómo todo el mundo se quita el muerto de encima. El muerto de los errores cometidos en el origen y consolidación de la crisis económica, quiero decir. El último ejemplo lo dio ayer mismo el señor Durão Barroso, que culpó al Banco de España de todo lo ocurrido en nuestro país: la práctica quiebra del sistema financiero, la percepción de la propia crisis o la burbuja inmobiliaria. Según su tesis, habría que coger al entonces gobernador del Banco de España, el señor Fernández Ordóñez, y llevarlo por las plazas públicas con un letrero que diga «culpable de todo». Hacía falta identificar a ese responsable, y ya lo tenemos: el gobernador del banco emisor que pasaba por ser el más serio del mundo, el que más vigilaba el sistema y el que más confianza inspiraba. Todo, una gran mentira.
Al final van a tener razón aquellos sindicalistas que en una manifestación clamaban por enviar a Fernández Ordóñez «a su puta casa». Lo único que me pregunto es si este alto funcionario y sus equipos no tenían quien los supervisara a ellos dentro de España, qué hacía el Ministerio de Economía, qué hacían los institutos de estudios privados y qué hacía la autoridad europea, que tampoco supo advertir el desastre. Queden estas incógnitas como lección de lo que pueda ocurrir en un país: si no hay quien vea llegar las situaciones críticas, ni hay quien controle nada, los daños pueden ser inevitables. De poco sirve pertenecer a organismos supranacionales. Y de poco sirve incluso la renuncia a parte de la soberanía nacional, si seguimos igual de desprotegidos ante los desaprensivos nacionales.
Desde luego, en este caso no ha servido. Y el Banco de España no solo se equivocó, sino que indujo a errores históricos a los demás: a la banca privada, que se cegó como cualquiera de sus clientes ante la riada de oro que pasaba por delante de sus ventanillas; al Gobierno de la nación y a los gobiernos locales y regionales, que fueron los que de verdad vivieron por encima de sus posibilidades; a los medios informativos, satisfechos de poder contar la pujanza de un país que construía castillos en el aire y, sobre todo, al ciudadano normal, que se entregó a la euforia y ahora es la víctima de todo, más empobrecido, con más incertidumbres de futuro y con unas propiedades inmobiliarias devaluadas, cuando no con hipotecas ejecutadas.
¿A quién reclama esa víctima de los desmanes? Reconocido el responsable, ¿a quién pide daños y perjuicios? Esa es la respuesta que no puede ni sabe dar el señor Durão Barroso. Entre otras cosas, porque no vale de nada reclamar. El único consuelo es que la historia acaba por poner a todos en su sitio. Y el sitio que corresponde al ciudadano común es el de sufridor.