La actual situación española presenta un sinfín de claroscuros que dan lugar a expectativas diversas y a incertidumbres entre los ciudadanos. Por una lado, tenemos una derecha en el Gobierno cada vez más del centro, con un sometimiento a la doctrina económica neoliberal excesivo, y más preocupada por el crecimiento del PIB que por su distribución social. Un camino equivocado, que nos sitúa a la cabeza de los países donde más ha aumentado la desigualdad y la pobreza. Por otro lado, la necesidad de obtener ingresos públicos se resuelve con un incremento de los impuestos a las clases medias y bajas de la estructura social, mientras el ahorro del gasto lleva a una creciente disminución de las prestaciones sociales, principalmente en sanidad, cuya creciente privatización es indudable. Nada o poco se hace, en cambio, para disminuir el gasto público, procedente de las clases políticas y de las Administraciones. Nuestra reforma local y judicial es un fiasco.
Mientras, los socialistas, contagiados por males semejantes, siguen desnortados y a la deriva. Con este panorama es lógico que la pérdida de apoyos electorales estuviera acompañada de un crecimiento del voto de castigo, máxime cuando los ciudadanos vemos ateridos cómo los políticos intentan tapar la corrupción antes que eliminarla.
Así ocurrió en Grecia primero y en Italia después, donde una nueva izquierda se fue consolidando; incluso en Alemania la socialdemocracia acaba de ganar en las ciudades. Aquí la nueva formación encubre su radicalidad y la utopía con la protesta social y el antisistema. Y nos van contando las derivaciones ideológicas de su líder, hacia regímenes totalitarios como Cuba, Venezuela, Corea del Norte o Irak. Tanto que una alumna de Geopolítica, la asignatura que imparte Pablo Iglesias en la Complutense, ha presentado una denuncia ante el sectarismo radical y el incumplimiento del programa, que recogen todos los medios. Si a eso añadimos el grave problema del independentismo catalán y la emergencia del vasco, nos encontramos ante un panorama que a muchos ciudadanos preocupa. Se habla de frentes populares, de movimientos radicales y a veces violentos, y la esperanza de los ciudadanos se pierde en los entresijos de una situación económica que empieza a mejorar y una situación política que empieza a empeorar, atentando incluso contra el orden constitucional establecido
Es en este difícil contexto donde al nuevo rey se le pide que ponga un punto de equilibrio y de estabilidad para evitar derroteros indeseados para la mayoría de los ciudadanos. Una tarea muy difícil, pero que en este momento, para legitimarse, se ve impelido a asumir, aunque realmente sepamos que él solo no puede resolver tan complejas situaciones. Sin una reacción de los partidos mayoritarios, centrados más en sus ansias de poder que en los intereses de los ciudadanos, el rey no puede lograr por si solo que las cosas se vayan resituando. Y tampoco se lo podemos exigir.