L a imputación de José Luis Baltar por parte de la jueza que instruye el sumario del caso conocido con el nombre de unos dibujos animados (circunstancia que confiemos no termine por ser premonitoria) se unió ayer al procesamiento del que el pasado año fuera objeto el, ya por esas fechas, ex presidente de la Deputación de Ourense tras la denuncia presentada contra él por el fiscal jefe provincial a instancias del PSOE.
Entonces, como ahora, la vía judicial contra un hombre que, cuando fue imputado por primera vez en el 2013, llevaba 37 años ejerciendo cargos públicos y favoreciendo, desde ellos, a familiares, amigos y compañeros de partidos, pone de relieve el fallo estrepitoso de los habituales mecanismos de control con los que el Estado democrático de derecho trata de evitar que los políticos puedan hacer con su poder mangas y capirotes. Tal fue el caso Baltar, elegido en el año 1976 alcalde de Nogueira de Ramuín y en 1987 presidente de la diputación provincial.
Tan escandalosa ejecutoria, que lo hizo famoso en toda España, hubiera sido imposible, sin embargo, si, desde el principio, su carrera política, abiertamente clientelar, no hubiera descansado, en el suyo, como en tantos otros casos, sobre la firme base de lo que, si me permiten el juego de palabras con la célebre película sobre el caso Watergate, deberían denominarse todos los hombros del presidente.
El primero fue, sin duda, la absoluta ineficacia de los mecanismos de control democrático que debía haber activado una oposición que no lo hizo por inutilidad, por complicidad o, más probablemente, por una infumable mezcla de ambas cosas. Baltar pudo actuar como un cacique porque quienes se oponían a él fueron, durante casi cuatro décadas, incapaces de derrotarlo en un proceso electoral.
El segundo hombro sobre el que se sostuvo el amiguismo y el nepotismo baltarian no fue otro que el del silencio, cuando no el descarado apoyo activo de los medios de comunicación controlados por Baltar o su partido, que los que no estaban bajo tales influencias no lograron equilibrar en defensa de la libertad de información.
Pero una y otra deficiencias podían haberse compensado, mal que bien, si en las instituciones presididas por Baltar hubieran funcionado de una forma adecuada los controles jurídicos propios de un Estado de Derecho digno de tal nombre, controles que, y nunca mejor dicho, brillaron por su ausencia.
El caso de Baltar es, por eso, al fin y al cabo, una metáfora en pequeño, de lo que ha ocurrido en un país donde todos los controles han fallado y donde al final han acabo por ser sustituidos por el administrado por jueces que, como De Lara, han iniciado una especie de causa general contra la política gallega. Está por saber aún, visto lo visto, con qué resultados finales. Aunque esa, claro, es otra historia.