Todo o casi todo. Y, a pesar de ello, muchos ciudadanos aún viven en la nube. No en ese espacio etéreo y digital que almacena en red los datos de millones de usuarios, sino en ese mundo también inacabable del despiste. Solo así se explica la irracional noticia que turbó a más de uno la semana pasada. Un joven americano, acusado de asesinar a su compañero de piso, preguntó a Siri, el asistente digital para iPhone e iPad, dónde esconder un cadáver. Una búsqueda usada ahora como evidencia en el juicio.
Muchos dirán que es un caso aislado y que en esta era post-Snowden las cuestiones de privacidad están muy presentes en el imaginario colectivo. Es innegable que la sociedad, tras haber renunciado por completo a su intimidad, empieza a reclamarla como un derecho fundamental. Varias compañías telefónicas fían ya su principal atractivo a la protección de datos personales, con la venta de móviles «antiespionaje» de relativo éxito durante el verano. Los jóvenes, el grupo más precavido hoy en día a la hora de compartir contenido arriesgado, también han encumbrado a Snapchat, la aplicación que permite enviar contenido efímero, volátil, que se autodestruye después de ser visto.
La privacidad vende y las compañías ya movieron ficha. Resta que los usuarios exhiban el mismo celo que exigen.