«Esto» es la profunda crisis institucional que vive España, donde millones de personas están hartas de los políticos, de los partidos y de la forma en que ambos nos gobiernan. ¿Por qué? Sobre todo porque, por motivos que están en la mente de todos, se ha roto la confianza en la alternancia, ese motor, bien cebado por el PSOE y el PP, que hacía que el sistema funcionara. La mayoría confiaba en lo que ahora muchos han dejado de creer: que cuando España iba mal la culpa era del Gobierno, de tal modo que bastaba con cambiarlo para que las cosas mejoraran.
La crisis de esa fe en la alternancia nos ha conducido a donde estamos. Pero el hecho, que confirman las encuestas, de que tal desconfianza no sea aún mayoritaria, abre una puerta a la esperanza, que se cerrará por muchos años si no se toman urgentemente las medidas para acabar con una nauseabunda realidad.
Así, y como en otras ocasiones a lo largo de la historia, podría ser la crisis la que sentase las bases para la renovación de la política y no para su definitivo hundimiento. Pues la crisis se traducirá muy probablemente en que, tras las elecciones generales de dentro de poco más de un año, ni el PP ni el PSOE podrán gobernar sin contar el uno con el otro.
En tal supuesto, una gran coalición de gobierno podría ser la salida si y solo si el PP y el PSOE asumieran que no tendrán otra oportunidad para evitar que nuestra política se hunda sin remedio en la italianización. Para ello sería necesario que ambos partidos renunciasen al objetivo de perpetuar los vicios del sistema y aceptasen que únicamente barriendo a fondo bajo las alfombras del poder donde durante décadas se ha acumulado la inmundicia, será posible no entrar en el caos del pluripartidismo extremo y su inevitable consecuencia: el desgobierno.
¿Cuál debería ser, por tanto, el programa regenerador de esa coalición de los dos grandes? No es difícil: desprofesionalizar la política mediante la limitación temporal de todos los mandatos representativos y un estricto régimen de incompatibilidades entre ellos, reducir los gastos de los partidos como única forma de acabar con su financiación ilegal, despolitizar las administraciones y poner en manos de funcionarios muchas decisiones que facilitan la corrupción de los políticos, descolonizar las altas instituciones del Estado que han colonizado los partidos (el Consejo del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional de España o la Fiscalía), liberar de control político a los medios públicos de comunicación social, reformar profundamente el poder judicial para hacerlo ágil y justo socialmente, reequilibrar la carga fiscal entre rentas salariales y no salariales y luchar contra el fraude sin cuartel.
¿Es eso todo? No, pero todo eso es indispensable sin queremos evitar vernos en manos de los Berlusconi y los Beppe Grillo de la política española.