Sobre premios, condecoraciones y medallas

OPINIÓN

06 nov 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Era visto. La diarrea de medallas que le entró a los poderes públicos tenía que acabar donde ahora estamos: una inflación imparable que devalúa todos los reconocimientos al nivel del agua con gas; una creciente necesidad de retirarle las medallas -algo que la ley debería prohibir para escarnio y befa de quien las concede- a la numerosa caterva de pillos que fueron condecorados por el Estado, y una moda tan desgraciada como instalada que consiste en esforzarse para ganar un premio que luego se le tira a la cara al mismo que lo concedió.

El problema no para ahí. Porque, además de la abundante ferralla destinada a lucir en los ojales de próceres y próceras, los poderes suelen repartir lutos oficiales y medias astas con la misma generosidad con la que Cristo repartía los panes y los peces. Porque, lejos de considerar que el luto oficial llama la atención sobre un ciudadano ejemplar, la mayoría de los lutos oficiales van impropiamente destinados a conductores algo calcados que se matan con tres vecinos y sumen al pueblo en un dolor infinito.

La Pantoja, Rato, Pujol, Granados y los ex directores de Novacaixagalicia ya figuran entre la prolija tribu de los desmedallados. A Franco le quitaron el doctorado honoris causa, en Química, por la Universidad de Santiago. Y a Urdangarin le quitaron una avenida en Palma. Aunque si yo tuviese buena memoria podría llenar varias páginas del periódico con la relación de ídolos con pies de barro que las instituciones producen como en Buño las tazas.

Pero como las desgracias nunca vienen solas, a este género de las medallas fallidas se está sumando ahora el de las medallas convertidas en proyectil arrojadizo contra la casta que las da, y que el pueblo suele jalear como una afrenta al poder que todos deberíamos apoyar. Los últimos, que yo sepa, fueron Javier Marías, Josep Soler y Jordi Savall, que, con distintos niveles de finura y raciocinio, vinieron a decirle al Gobierno que guarde la ferralla en un lugar ad hoc, y que teniendo el pueblo a favor -o la edad en contra- carecen de sentido honores y oropeles.

Pero yo, como era de esperar, estoy contra las tres cosas. Contra el reparto estúpido y populachero de medallas que cada vez valen menos. Contra la manía de desmedallar a los premiados para tapar la vergüenza y la ligereza de quien condecoró. Y contra los que, después de ser galardonados con premios de gran relevancia intelectual y económica, tiran sus honores a la cara del poder para explotar su crítica fácil y su rentable retesía. El virus del ébola cultural, de momento, solo afecta a la chatarra oficial. Pero si sigue así no tardará en trasladarse a los premios otorgados por la sociedad civil. Porque cuando se fabrican honores con la misma facilidad con la que Bernanke imprime dólares, siempre repunta la inflación. Es una ley insobornable.