Si alguna vez en Portugal, dirigiéndose en gallego a un portugués, le pidieron que hablase en castellano, entenderá has qué punto de distanciamiento pueden llegar dos lenguas que en su origen fueron lo mismo. Incluso la frustración de no poder comunicarse con fluidez con quien usa una lengua que es hija de la que se habla en el lugar del que uno viene. Así es la evolución, con sus condicionantes históricos, sociales, políticos, culturales, de un organismo tan vivo como es un idioma.
¿De qué me sirve aprender portugués? Habrá quien recurra al endeble argumento de para qué he de romperme la cabeza con las derivadas si voy a ir por letras. Claro que también habrá quien se apunte a esa asignatura pensando que en dos tardes se pone al día y sube la nota media para la selectividad. En cualquier caso, el estudio del idioma portugués en la educación secundaria y el bachillerato en los centros escolares gallegos no puede medirse en esos términos de utilidad, aunque si se quiere, también se le busca: entenderse con el vecino y con más de doscientos millones de personas que lo hablan en todo el mundo puede ser también una razón práctica.
Pero hay un motivo más importante y quizás más íntimo que hace importante el acuerdo suscrito ayer y cuya solemnidad se subrayó con la presencia de los presidentes de la República de Portugal y de la Xunta de Galicia. Tal vez, y después de tantos años y tantos recursos empleados en tratar de normalizar el idioma propio de Galicia, el reconocimiento académico del portugués termine por darle prestigio al gallego, aunque sea un poco de rebote. Y no nos sorprenderá, cuando pidamos frango grellado, que en el plato no haya grelos.