Por qué no estamos -aún- como Italia

OPINIÓN

02 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Si Italia no es puntera en la salida de la crisis, a pesar de tener sectores tan dinámicos y competitivos como la industria, el turismo, la agricultura y los servicios, es porque la crisis política que acompaña a su economía es, además de muy vieja, mucho mayor que la nuestra, y porque ellos ya han caído en la tentación de buscar soluciones milagrosas -auspiciadas a veces por especuladores (Berlusconi), payasos (Beppe Grillo) y demagogos (Matteo Renzi)-, que hacen imposible el serenamiento de la política y la estabilidad de algunos gobernantes de alta cualificación y experiencia (Romano Prodi, Mario Monti o Enrico Letta).

La crisis de Italia es mayor que la nuestra, aunque no lo creamos, por tres motivos. Porque buena parte de su corrupción está organizada en mafias armadas y violentas que controlan sectores políticos y económicos estratégicos. Porque su idea de regenerar el país a base de jueces y fiscales -la operación Manos Limpias o la frustrada cacería de Berlusconi- ya fracasó estrepitosamente, con menos de tres condenas por cada mil imputados. Y porque el fuerte desequilibrio territorial que existe entre el Norte rico y el Sur pobre fragmenta las estrategias electorales de partidos y votantes hasta hacer imposible la definición de un objetivo nacional.

Ello no obstante, lo que marca la distancia entre Italia y España es que, mientras ellos expresaron su indignación liquidando a los partidos clásicos (DC, PCI y PSI), en España todavía estamos haciendo compatible el duro castigo al bipartidismo con la supervivencia razonable de PP y PSOE, lo que, además de mitigar la fuerza del tsunami, deja abierta la puerta para una rectificación radical en cuanto nuestros Tsipras y nuestros Varufakis, o nuestros Grillos y Renzis, empiecen a caminar por callejones sin salida. Mi ambición es otra, ya que aún podemos experimentar en cabeza ajena -Grecia e Italia-, y sin malgastar nuestro voto en aventuras de riesgo y experimentos peligrosos. Pero ya que esto no parece posible, haríamos muy bien si consiguiésemos moderar el castigo lo suficiente para que, cuando le veamos las orejas al lobo, dispongamos de la razonable opción de volver a las viejas andadas de la Transición y el bipartidismo que tantas alegrías nos dieron.

Creer que los males de la política son propios de la casta y no de la sociedad, y que todo se arregla cambiando las élites y dejando en pie todo lo demás, es una grave e infantil equivocación. Y por eso no se entiende que fiemos nuestro futuro a la generación de una inestabilidad congénita al sistema que, a cambio de cepillar políticos como si fuesen moscas, nos pone en manos del populismo, las utopías y los milagros irrepetibles de la multiplicación de los panes y los peces. Nosotros lo descubrimos a tiempo. Italia y Grecia lo saben también, cuando ya es tarde.