Siempre nos fijamos en los mejores. No hay duda. Hay que mirar hacia arriba. Hay que buscar ejemplo. Pero a mí me atraen como imán, como veneno, los últimos de la fila. Es una fijación. Lo reconozco. Me gustan los que van en las listas electorales cerrando la candidatura. Me encanta mirar quiénes van de últimos en las vueltas ciclistas, ahora en el Tour. Y ya entregándome al vicio: siento devoción por los que suspenden todas. Y es que de la derrota se aprende mucho. Hay expertos que dicen que se aprende muchísimo más de las derrotas, de los fallos, de los errores, de las carencias, que de las victorias, de las virtudes, de los triunfos. Adoro a los perdedores. Hay un encanto que viene de aquella pista de aeropuerto en Casablanca, cuando Humphrey deja escapar a su amor. La lágrima antes que la sonrisa. O la media sonrisa sabia de quien sabe que ha sido derrotado. Busco como un friki de las derrotas el ránking FIFA de las peores selecciones del mundo. Justo en el deporte más aplaudido, más idolatrado, ¿quiénes son los que reciben siempre goleadas? Ahí están: San Marino, con sus palizas, Bután, con su carro de goles. A Bután le llaman los dragones amarillos, y en una ocasión perdieron veinte a cero contra Kuwait. Y también está Anguila, que juega en la Concacaf, y que perdió de forma gloriosa frente a Guyana, esa potencia, por catorce a cero. O las Islas Cook, que cayeron contra Tahití por treinta a cero. Las derrotas enseñan mucho más que las victorias. Levantarse y volver a intentarlo.