Lo urgente ante el acuerdo adoptado por mayoría del Parlament era interponer por el Gobierno de España, o del Reino de España como así se denomina nuestro país en la Unión Europea, el recurso ante el Tribunal Constitucional. Ni siquiera el taparrabo de la «desconexión» deja lugar a duda alguna de lo que se pretende: convertir Cataluña en un Estado independiente en forma de república, en virtud de un proceso constituyente. No hacen falta precisiones jurídicas para comprender la gravedad del desafío, como un desenfadado ultimátum al Estado que la cobija y, en definitiva, a todos los ciudadanos que convivimos bajo una Constitución, aprobada muy ampliamente por los catalanes. No es la primera vez que se produce una rebelión contra el orden constituido. Pero ahora no se presenta como una acción violenta, al menos de momento, sino desde la legitimidad formal de una Constitución que se repudia a cuyo amparo se realizaron las elecciones de las que ha salido el Parlamento. Una situación límite que no permite o no debería permitir a ninguna fuerza política o social responsable entretenerse en otros remedios que serán necesarios, una vez que se haya cortado esta hemorragia secesionista que está causando una innegable fractura social incruenta en y fuera de Cataluña.
La suspensión acordada por el tribunal es el primer remedio, con medidas precisas aplicables a las personas concernidas si no la respetan. Habrá que estar atentos a la evolución de este complicado embrollo; pero su aplicación entiendo que no tiene que impedir un desarrollo normal de la autonomía, ni llegar a la aplicación del artículo 155 de la Constitución. La suspensión produce efectos muy concretos; pero no es una decisión definitiva de inconstitucionalidad. Por ello, en mi opinión, el tribunal debería dictar la sentencia cuanto antes, incluso antes del 20D, para dejar absolutamente definida la impepinable inconstitucionalidad. Tiene su fundamentación ya hecha en sentencias anteriores en las que se trataba de una «aspiración política».
El asunto, obviamente, no queda zanjado con esas necesarias actuaciones que quizá no se limiten al Parlament y a la Generalitat; pero mientras no se aclare la situación de Mas y CDC, no será posible intentar reencauzarlo. Con los actuales secesionistas no cabe negociación alguna. Han llegado a un punto irreversible. No ha sido la trayectoria de un iluminado; sino la calculada aventura de un conductor alocado que, al acelerar, ha ido salvando obstáculos sin otra opción ya que la de alargar su situación hasta enero del 2016 con la carga explosiva adosada de una convocatoria de elecciones. No ha sido aislada, y eso ha hecho más peligrosa la carrera. Con ERC y CUP han tenido un respaldo no ciertamente despreciable. Por eso, el comienzo de ese reencauzamiento precisa de la acción de los propios catalanes. Han de ser ellos los primeros interesados en que esa insólita pretensión independentista, incomparable con Quebec, Kosovo o Escocia, se pare.
Ahora no hay excusa alguna. Desde dentro ha de provocarse el cambio de una fuerza política con tradición ajena a la radicalidad actualmente ejercida y opuesta a la de aliados, ni siquiera fiables, de ocasión. Esa iniciativa es fundamental. Desde la otra orilla habrá que hacerlo fácil. De momento, habrá que explicar, si vale la expresión, que los cirujanos que intervienen en casos extremos no son unos sádicos. Más adelante se concretará cómo puede tratarse la recuperación, sin adelantar ahora soluciones taumatúrgicas o edulcorantes.
el desafío secesionista