La reforma de la Constitución se ha erigido en una imperiosa necesidad. Se presenta como algo que no admite discusión, como un mantra imprescindible para resolver los principales problemas del país. Nadie debería resistirse a ese impulso. No ha sido algo súbito y menos aún espontáneo. Es el resultado de iniciativas de diferente calificación. De campaña se ha hablado en relación con la crítica que desde el comienzo se hizo al título VIII de la Constitución en el ámbito académico por una influyente corriente doctrinal, sobre el que sus epígonos no han excluido descalificaciones que van más allá de la corrección científica. Se trataba, como así ocurrido en virtud del acuerdo de los partidos mayoritarios, de sustituir el modelo autonómico de la Constitución, más cercano al Reino Unido con singularidades que a un Estado federal, por otro que ha durado hasta hoy. Pero no suele reconocerse esa grave anomalía, que se silencia e intereses partidarios respaldan y ha servido de pretexto para la deriva secesionista. El incipiente patriotismo constitucional precisaba ser cuidado. El que se ha manifestado en Francia o en EEUU con motivo de ataques terroristas. Por el contrario, un continuado zarandeo de la Constitución ha favorecido un clima de desprestigio sobre el consenso con que se elaboró. En el caso más benevolente se concede que fue una fórmula positiva en aquel momento y que no se corresponde a los nuevos tiempos, como si la Constitución estuviese sujeta a la variabilidad de una moda. La responsabilidad del desapego no recae en las generaciones que no tienen una referencia personal del alumbramiento de la Constitución, sino en quienes les han transmitido una versión deformada, de quienes no han actuado conforme a los principios en ella registrados o en que no ha habido una eficaz educación de los mismos. No habría que sorprenderse ahora. El gap generacional ha sido estimulado transmitiendo, en no pocas ocasiones, vivencias y resentimientos y ha sido, en definitiva, aprovechado con cálculo por los nuevos, viejos, populismos. Sobre los renovados actores del escenario electoral recae una nueva responsabilidad y en último término sobre los electores. Hoy no existen las dramáticas circunstancias de una reconciliación nacional y, en cambio, ha habido un largo recorrido de actuación en un sistema democrático homologable internacionalmente. No se trata de zarandear el tronco constitucional a ver qué cae. El qué se pretende reformar y para qué es más importante que el apuro de una necesidad. Cuando se defiende la conservación de la naturaleza a escala global, ese sustantivo no debería utilizarse como descalificadora metralla electoral al tratar de los fundamentos de la Constitución, para cuya reforma, por fortuna, los constituyentes consignaron unas mayorías exigentes. Ahora que se invita a la cultura del pacto habrá ocasión de comprobar si se ejercita con la liberalidad del cuestionado consenso constituyente.