El soberanismo se ríe de un Gobierno timorato

Gonzalo Bareño Canosa
Gonzalo Bareño A CONTRACORRIENTE

OPINIÓN

12 ene 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Los que tenemos hijos pequeños conocemos muy bien el pernicioso efecto que tienen en su educación las amenazas no cumplidas. Desde el mismo momento en el que al niño se le enseña que está prohibido decir palabrotas, por ejemplo, y se le advierte de que en caso de proferirlas será castigado, aunque sea levemente, uno está obligado a llegar hasta el final, aplicando la sanción en caso de que se contravenga el reglamento. De no hacerlo, el efecto final será peor que no imponerle al niño prohibición alguna. Aquellos que, como yo, somos incapaces de cumplir nuestras advertencias, no solo por el cariño que profesamos a nuestros hijos, sino porque huimos permanentemente del conflicto, comprobamos dolorosamente que lo que sucede es que el niño no solo acaba tomándonos por el pito del sereno, sino que cada vez dice más palabrotas. Lo que hacemos es incitarlo a elevar cada vez más el listón de su desobediencia para comprobar dónde está nuestro límite. Y el suyo.

Eso mismo, y no otra cosa, es lo que sucede desde hace mucho tiempo con el nacionalismo catalán. Y muy especialmente desde que Artur Mas emprendió la vía independentista para ocultar su incompetencia. Los españoles, incluidos los catalanes, que la aprobaron con un 90,46 % de votos a favor, porcentaje superior al de la media nacional, nos dotamos de una Constitución que en su artículo 155 dice claramente que cuando una comunidad atenta contra el interés general de España el Gobierno podrá adoptar las medidas necesarias para obligarla al «cumplimiento forzoso» de sus obligaciones constitucionales. Lo que no implica en ningún caso suspender la autonomía. No hace falta, por tanto, explicarle a ningún presidente autonómico cuáles serían las consecuencias de sus actos, porque la norma está ahí, muy bien descrita.

La Generalitat y el Parlamento catalán llevan tiempo atentando contra el interés general de los catalanes y de todos los españoles. Y, en lugar de dar los primeros pasos para que comprendan que se está dispuesto a aplicar lo que dicta la Constitución y rectifiquen, la reacción del Gobierno es siempre poner el grito en el cielo cada vez que alguien menta el artículo 155, aclarar que no se está pensando en aplicarlo y, en todo caso, señalar que sería la última medida a tomar. Rajoy insiste en que actuará con firmeza, pero no lo hace. Es más, para dejar claro que no quiere asumir la responsabilidad de aplicar ese precepto, el Gobierno reformó la ley del Tribunal Constitucional para endosar a este la competencia de hacer cumplir la ley. La consecuencia lógica de ese huida permanente del conflicto es que el independentismo se crece cuando comprueba que violar la ley no tiene consecuencias. Y cada vez eleva más su desafío. Al igual que el niño con el padre, acaban tomando al Gobierno y al Constitucional por el pito del sereno y desobedeciendo cada vez más. Y así, perdida ya toda autoridad, lo lógico es que el niño se acabe yendo de casa dándonos un sonoro portazo.