Con alarma y sorpresa en distintas tonalidades se ha recogido el espectacular triunfo de Trump en los medios de comunicación. Dos semanas antes de las elecciones, un importante semanario americano ofrecía en su portada una imagen surrealista del cabello amarillo del entonces candidato bajo el eslogan de que su éxito sería como una fusión nuclear en la democracia americana. Se le presenta con razón como un populista y se le incorpora con preocupación en la lista de otros populismos, sobre todo en Europa. Tienen en común ir en contra de lo establecido, aunque no coincidan en lo que se entienda por ello. Para su comparación con el que ha emergido en nuestro país, el nuevo presidente no ha combatido el sistema constitucional. No pretende refundar las bases el Estado cuya estructura, poderes y contrapoderes establecidos en la Constitución, proporcionan la seguridad de que no exista el riesgo de un totalitarismo.
Ha aprovechado, como otros populistas, los devastadores efectos sociales de una crisis, no desvirtuados por las cifras publicadas.
Lo que el viento se llevó se palpa en estados industriales desmantelados que se han agarrado al eslogan de una América que volverá a ser grande, con la exaltación de un nacionalismo que defienda de deslocalizaciones empresariales y competencias laborales ajenas. La profundidad de la brecha generada explica el sorprendente éxito, quizá también para él, de Trump.
Una elección planteada, como la de todos los populistas, «en contra de», se articula con remedios simples y maximalistas, con impacto inmediato e incierta realización; pero eso pertenece ya al futuro.
Trump, como otros populistas, arremete contra el establishment y sus reglas que se identifican como lo políticamente correcto. Esta ha sido su audaz y provocadora apuesta. Para empezar, prescinde del propio partido que ha de apoyarle.
No se corta un pelo al discrepar o incluso vapulear a notables correligionarios.
No guarda ninguna forma respetable para increpar a quien se le ponga por delante, trátese de su rival o del presidente de los Estados Unidos.
Su vocabulario no ha tenido límites para jactarse de lo que eran meros comentarios de gimnasio. No es preciso reproducir lo que es de mundial conocimiento.
A pesar de todo eso, Trump no solo ha triunfado personalmente sino que, para mayor paradoja, ha fortalecido la posición de su partido en el Congreso.
En parte, ha sido la derrota de Hilary Clinton y del propio Obama, exponentes de lo políticamente correcto que se ha impuesto en la dividida sociedad americana como una ideología de la que resulta arduo disentir, sin ser etiquetado de modo negativo.
Desde ese punto de vista, para la opción de Trump han sido decisivos los votos que reflejan un rechazo de esa línea de pensamiento que se presenta como naturalmente correcta y de obligada aceptación.
Quizá haya producido decepción al confiar más en lo ideado que en lo real. Dentro de lo anómalo es una enseñanza democrática a tener en cuenta.