Rajoy ha confirmado a la vicepresidenta la conducción del meollo de la política interior al hacerla responsable de Administraciones Públicas. La decisión tiene una especial relevancia, porque se relaciona con problemas pendientes que afectan a la misma estructura del Estado. Con ella tiene que ver la deriva hacia la secesión de Cataluña, según la hoja de ruta marcada desde la Generalitat con respaldo parlamentario y fecha para la celebración de un referendo. Es el proceso de una radicalización cuyo culmen se ha producido durante el mandato del Partido Popular.
La reacción oficial del Gobierno ha sido aludir al «respeto de la ley». La vicepresidenta Sáenz de Santamaría, de reconocida competencia jurídica, impulsó esa dirección dentro del Gobierno. Es fácil el acuerdo sobre el respeto a la ley; con mayor precisión habría de referirse al debido a la Constitución y a todo el ordenamiento jurídico que deriva de ella. En cómo se ha aplicado, y sobre todo en cómo no se ha aplicado, es donde existe la discrepancia. Es un hecho que ese exclusivo remedio legal no ha terminado con el conflicto; pero es comprobable también que no se utilizaron los medios previstos en el derecho para no aumentarlo.
La provocadora consulta del 9-N podría haber sido evitada, con las consecuencias procesales hoy en curso, si el Gobierno hubiese requerido la actuación del tribunal para impedir una iniciativa que iba en contra de una sentencia suya. No hacía falta una nueva ley que concretase esa potestad. La cuestión es que no se planteó el requerimiento y se celebró la amañada consulta, ante la cual el Gobierno no intervino para impedirla, consciente de la negativa imagen que pudiera transmitirse al exterior. Posteriormente propició una ley que concreta las potestades del tribunal para hacer que se cumplan sus sentencias con una exhibición de contundencia tan discutible que justificó que no fuese aprobada por unanimidad.
Ahora parece que el panorama ha cambiado. Es una «nueva época», en palabras de la vicepresidenta en Guernica, para mayor solemnidad. Es la era del diálogo, no tanto como el reconocimiento de la necesidad derivada de la minoría parlamentaria, sino como una cláusula de estilo, para no denominarla consigna, que ha de preceder a cualquier intervención. Tan es así que el presidente del Tribunal Constitucional, ente de naturaleza independiente, se ha sumado a urgir el diálogo sobre Cataluña. A él se ha convertido la vicepresidenta; la ley no es suficiente. La voluntad de diálogo preferencial ha empezado con el propósito de tener un despacho en Barcelona. A ello contribuirá el nuevo y dialogante delegado del Gobierno en Cataluña, que, para combatir el independentismo, ha anunciado la introducción de mejoras en el sistema de financiación e inversiones en infraestructuras. Deseo éxito a la vicepresidenta, pero me temo que esa manera de entender el «hecho diferencial» no resolverá el problema de fondo y producirá rechazo en las demás comunidades autónomas.