Cuidado conmigo que estoy muy loco!», nos aseguró bajo el dictado de Almodóvar. Pero no le hicimos caso. Si estaba loco, desde luego no parecía peligroso. Más cerca del casto José de La corte del faraón que de ser un Matador, Banderas se nos antoja bueno y tierno cual pan recién horneado, a pesar de interpretar a aquel émulo del Terence Stamp de El coleccionista, secuestrando entre sogas y nudos a Victoria Abril. Y aun con toda la parafernalia sadomaso de ¡Átame! encima, Toñito no pasaba de peluche.
Antonio Banderas siempre ha tirado a buen tipo, en la pantalla y seguramente en la vida real. Y eso que ha encarnado a un pérfido y joven Mussolini y hasta ha dado vida a una especie de doctor Frankenstein, reconstruyendo a Elena Anaya en La piel que habito, filme este que, por cierto, nos parece su mejor trabajo hasta la fecha, con un registro tan próximo al de aquellos grandes doctores locos y románticos que han nutrido las historias del cine hollywoodiense, desde Colin Clive hasta Vincent Price. Pero, a pesar de los pesares, sus malos eran buenos.
Liberado de la sombra de su descubridor, ya lejos del sello de chico Almodóvar, Banderas voló alto. Hasta que Fernando Rey hizo de aquel franchute que burlaba a Gene Hackman, entrando y saliendo del vagón del metro de French Connection, ningún actor español había conquistado el mercado americano. Y mucho antes de Javier Bardem, Antonio se hizo casi imprescindible en la maquinaria de la tierra de los sueños. Fue el latino oficial de Hollywood, rey del mambo que cantaba canciones de amor y nuevo Tyrone Power en La máscara del Zorro.
Hollywood, es lo que tiene, proporciona extraños compañeros de cama. Madonna lo metió en la suya, Tom Hanks era su amante en una Philadelphia azotada por el sida y Melanie Griffith lo llevó del lecho del celuloide al de la llamada vida real. Dúctil, intuitivo, de gran presencia delante de la cámara, Banderas no ha dejado de crecer en las últimas décadas. Ha hecho de todo, desde pistolero en Desperado hasta de Marcelino Sanz de Sautuola redescubriendo Altamira. En sus ojos está el Mediterráneo de Picasso, y, próximo a los sesenta ya, aún es una especie de torito bravo de mirada polifémica.