Portugal, junto con sus compañeros de viaje bajo el infame acrónimo de PIGS, ha atravesado una difícil etapa. En el 2014, terminaban los tres años de intervención de la economía portuguesa por la troika con el objetivo declarado de salvar al país del abismo. Portugal recuperaba su soberanía.
Las elecciones de octubre del 2015 dieron paso a un escenario que, según la ortodoxia económica, no auguraba nada bueno: una compleja alianza de izquierdas a tres bandas (PS, Bloco y Verdes) cuyos líderes no fueron capaces de ponerse de acuerdo ni siquiera para una foto de celebración del acuerdo. Una entente calificada por miembros del gobierno saliente como una jerigonza.
Sin embargo, el resultado final ha conseguido, aparentemente, la cuadratura del círculo imposible. La crisis económica había convertido en una heroicidad conseguir la reelección ya que existía una aparente contradicción entre presentar unos indicadores macroeconómicos en franca mejoría (contención del déficit, la reducción de la tasa de paro e impulso al crecimiento) y llevar a cabo políticas solidarias en las que austeridad y los recortes no opaquen la vertiente social.
Parece que Portugal ha conseguido salvar esa dicotomía y conseguir el tres en raya ideal: cumplir con Europa a nivel macro, mantener un perfil social incrementando el gasto social y capear difícil situación con expectativas electorales al alza, una gestión del gobierno ampliamente aprobada por la ciudadanía.
En paralelo, y quizás no ajeno a este hecho, la proyección internacional de Portugal no deja de crecer en ámbitos muy diversos: deportivo (Eurocopa), político (la elección de Antonio Guterres al mando de Naciones Unidas y la presidencia del poderoso Eurogrupo que se suma a una década de Durão Barroso al frente de la Comisión Europea) e incluso artístico con el triunfo en Eurovisión.
Hay diferentes explicaciones que tratan de justificar este peso de Portugal, muy superior al que le corresponde en términos de talla económica o demográfica. Hay quien argumenta que, al ser un país pequeño, los ciudadanos están abiertos han de buscar oportunidades fuera y están más habituados a manejarse en otros idiomas. Otros lo atribuyen a las suaves y educadas maneras portuguesas donde la discreción es la reina de las virtudes. Finalmente, hay quien ve en esto el éxito (como muestra la elección de Guterres en la ONU o Centeno en el Eurogrupo) de la estrategia de la suavidad, de convertirse en el candidato de consenso haciendo de la falta de oposición el antídoto ante los bloques enfrentados incapaces de imponerse entre sí.
Quizás, mirando a España, podemos encontrar una cuarta clave: la educación. En una crítica situación económica que ha afectado el ratio de alumnos por clase y los ingresos de los profesores, Portugal ha sido el único país europeo que ha mejorado sin descanso su educación en una tendencia que se remonta al año 2000, año en el que Portugal por primera vez participa en PISA, el programa internacional de evaluación de alumnos en matemáticas, lectura y ciencias que se realiza cada tres años en 70 países. Si se eliminan los repetidores, Portugal aparece en una sorprendente segunda posición mundial, solo superada por le ultramoderna Singapur.
Además, esta mejora ha sido capaz de ser trasversal socialmente: en nueve años, el país ha reducido enormemente la diferencia entre los resultados de los estudiantes nacidos en Portugal y los de los inmigrantes. Del mismo modo, si segmentamos por nivel de renta, los estudiantes portugueses con bajos niveles de ingresos obtienen los mejores resultados en esta banda de entre todos los estudiantes europeos más pobres.
Sin embargo, este aparente milagro comparte muchas zonas de sombra con las propias de la realidad española. La precariedad laboral (con casi dos tercios de los contratos firmados en los últimos cinco años a tiempo parcial) y los bajos salarios que en una cuarta parte no llegan al salario mínimo golpean espacialmente al sector que ha sido el motor económico de Portugal: el turismo y la construcción.
Portugal asiste a un cierto renacimiento con rasgos comunes al español. La nueva era de prosperidad, al menos nominal, está concentrada geográficamente en áreas de costa premium así como en los grandes núcleos urbanos. Además, lleva aparejada una fuerte componente de inversión extranjera lo que hace este modelo altamente vulnerable frente a cambios en la coyuntura global. A ello hay que añadir que la industria no está ni se la espera.
Todos estos factores contribuyen a un modelo de desarrollo muy polarizado donde Porto y Lisboa experimentan de nuevo alzas de precios en el sector inmobiliario que amenazan con expulsar a sus moradores tradicionales mientras que el interior continúa un declive melancólico e imparable.
A pesar de lo anterior, Portugal es considerada hoy por muchos analistas como una historia de éxito que se retroalimenta. Recientemente The Wall Street Journal se refería a Portugal como una de las estrellas de la eurozona. Esta buena reputación está favoreciendo la llegada de nuevas empresas, sobre todo startups tecnológicas generando un ciclo virtuoso que reduce paro y la vez incrementa los ingresos del Estado reduciendo el déficit.
Todo un milagro que, hace cuatro años, nadie hubiera osado pronosticar y menos teniendo su origen en la gestión de un gobierno sustentado por una volcánica alianza entre socialistas, comunistas y verdes.