En Galicia, en el terreno demográfico, tenemos déficit de casi todo. Menos de personas mayores. Faltan parejas en edad de crear nuevos hogares. Faltan condiciones para que esas personas se animen a recomponer la desfigurada pirámide de población. Faltan atractivos para la inmigración. Faltan plazas en residencias de mayores. Faltan recursos para ofrecer a los ancianos los servicios que merecen y a los jóvenes los que necesitan. Faltan pensiones que alcancen para pagar lo que cuesta una plaza en un geriátrico. Faltan, seguramente, ideas y políticas decididas.
Falta todo eso y más. La sangría demográfica de Galicia sobrepasa los límites de una crisis económica. Ni siquiera es solo consecuencia del encadenamiento de reveses económicos. Es un mal que se nos ha enroscado como la cadena del ADN hasta el punto de modelar el estereotipo de Galicia no solo como un reino viejo, sino como un territorio endémicamente envejecido.
Pero todas las carencias se resumen en una: falta trabajo. Sin empleo no hay personas, sin personas no hay país. Es el círculo pernicioso del desastre demográfico, en el que se juntan la buena noticia del aumento de la esperanza de vida con la pésima de la baja tasa de natalidad y la no menos mala de la fuga de una parte de los jóvenes que deberían estar financiando las pensiones de sus abuelos con las cotizaciones de su trabajo.
En todo esto hay al menos un aspecto positivo: no estamos solos frente a este problema. Y para que ese hecho no se quede en consuelo de tontos haríamos bien en mirar al exterior y aprender de experiencias ajenas. Japón, por ejemplo, que es el país más envejecido del mundo -aunque con un potencial económico que nos deja en miniatura- está aprovechando su poderío tecnológico para generar un nuevo sector económico en torno a los servicios que demandan los mayores. Y ahora que los fondos europeos vuelven a estar en el alero, tal vez nos preguntemos por qué no ha sido suficiente el caudal de recursos recibido para afianzarnos como un país renovado.