Los escándalos que hicieron zozobrar a Cifuentes y a Montón y que pintan nubes negras en el horizonte político de Pablo Casado son lógicos, sistémicos y generacionales. Responden a un cambio en los patrones de reclutamiento por parte de los partidos que han dominado en España hasta la irrupción de Podemos y Ciudadanos.
La mítica expresión «ya no hay políticos como los de antes» tiene algo de verdad. Los líderes de hoy son diferentes a los de antaño. Por edad y formación. En las primeras décadas que siguieron a la restauración democrática los partidos buscaban cuadros y candidatos en la universidad, en las aulas, en los hospitales o en las empresas. Y seducían a hombres y mujeres en torno a los 40 años (o más), con trayectoria y experiencia. Tenían un currículo.
La generación que ahora sufre el azote de los mástergate está hecha de otra pasta. Fueron jóvenes cachorros criados a los pechos del aparato, que en su adolescencia ya estaban al servicio del partido. Y no se puede estar en misa y, a la vez, repicando en la universidad.
Visto lo visto, y teniendo en cuenta lo que va a venir, establezcamos una teoría general: para dotar de prestigio a los futuros líderes, los partidos establecieron mecanismos para conseguirles -por lo civil y/o por lo criminal- lo que no podían hacer por su cuenta: un montón de títulos. ¿Para qué? Pues para que les dieran suficiente prestigio para poder romper ante la sociedad ese denostado cliché de que tan solo eran políticos profesionales y que su carrera solo se debía a méritos orgánicos. Y llegaron másteres, licenciaturas exprés, extraños cursos de la universidad de Harvard en Aravaca, tesis bajo sospecha... Antes y después de la crisis. Dirán que fueron pecados de juventud. Lo son. De los que los perseguirán como fantasmas durante toda su vida política.