No me canso de repetirle a mi hija, que tiene 15 años, a mis sobrinos y a todo aquel joven o adolescente que quiera escucharme, que no publiquen en las redes fotografías en situaciones comprometidas o simplemente comentarios estúpidos de los que puedan arrepentirse. Y, cuando lo hago -reconozco que para tirarme un poco el pisto e impresionarles un poco más- suelo añadir que eviten hacer eso no solo porque puede perjudicarles de forma inmediata, sino porque en el futuro pueden llegar a ser personas con relevancia pública por su profesión o por su dedicación a la política -ministro suelo decir, picando alto- y cualquiera podría utilizar esas imágenes inocentes o esos comentarios pueriles para arruinar sus carreras. En la era digital todo deja rastro.
En la mayoría de las ocasiones, el éxito de mis sermones es más bien escaso. Y no es raro que me lleve las manos a la cabeza al ver algunos de los comentarios o fotografías que publican jóvenes a los que conozco. Pecados de mocedad, en todo caso, que tiendo a justificar. Lo que me resulta injustificable es que haya personas que habiendo hecho de la política su vocación y su forma de ganarse la vida -no hay presidente del Gobierno del que no se cuente la leyenda de que desde pequeño decía que iba a serlo- sean tan torpes como para hacer trampas con sus currículos estando ya en la rampa de lanzamiento. Antes, al menos, para leer las bobadas que hicieron o las barbaridades que escribieron en su juventud algunos políticos había que investigar en las hemerotecas. Hoy, basta un simple click de ratón para desenmascarar a cualquiera. Todo está en la red. Y si no está, es que algo sospechoso hay detrás.
Por eso resulta inconcebible, torpe, pero también especialmente grave, que personas como Cristina Cifuentes, Pablo Casado o Carmen Montón, todos ellos con muy temprana vocación política (prácticamente no han hecho otra cosa en su vida), fueran capaces de aceptar, cada uno con el añadido de irregularidades que le corresponda, que les regalaran un máster; que ni siquiera se molestaran en redactar personalmente los trabajos que requería el título o, peor aún, que como en el caso de Íñigo Errejón cobraran una beca con dinero público sin pisar la universidad. Solo la vanidad o la prepotencia de quien se cree impune puede explicar semejantes comportamientos. Pero la veda se ha abierto. Y hoy en España es más fácil que un político tenga que dimitir por plagiar o falsificar una tesis que por prevaricar o por robar.
El caso Cifuentes, el caso Casado, y sobre todo el caso Montón, han prendido una mecha que será ya muy difícil de apagar. La caza de la tesis copiada está al alcance de cualquiera. Van a aparecer cientos de casos entre todos los políticos que las hayan hecho públicas. Y, aquellos que impidan el acceso digitalizado a sus trabajos para que la prensa no pueda cotejarlos con herramientas que detectan plagios, caso del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, o el líder del PP, Pablo Casado, nunca dejarán de estar bajo sospecha.