Hace nueve años, Carmen Molina era subdirectora del Museo de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, en Madrid, donde trabajé entre el 2009 y el 2011. En este tiempo he recorrido, de su mano, un camino que me era totalmente ajeno. Después de numerosas vicisitudes, como que la denunciaran injustamente por acoso laboral, y que tuviera graves enfrentamientos con la cúpula de la fundación, yo decidí apoyarla y comprender a qué se debía aquella animadversión.
A mí también me resultaba difícil aceptar comportamientos como su falta de diplomacia social; su inexpresividad, que parecía carencia de emociones, o que su gran capacidad de comunicación escrita no se diera para la verbal y la gestual (una conversación telefónica con ella solía terminar con uno o varios malentendidos).
Un día se negó a sustituirme en una negociación muy importante y le pedí explicaciones. Entonces supe que no dormía para preparar las reuniones, imaginando todas las preguntas que podrían hacerle y era peor que enfrentarse a un examen. Además, tenía que memorizar los nombres y las caras de los interlocutores porque solía olvidar a quienes no trataba habitualmente, hasta el punto de coincidir horas después con quien había estado poco antes y no reconocerle.
Ya puestas, le pregunté por qué solía esconder las manos en los bolsillos o debajo de la mesa y me dijo que se relajaba contando mentalmente o con los dedos. Anulamos la reunión, pero yo tenía que viajar y le «ordené» que me sustituyera en el trabajo habitual. Otra negativa y una indicación: «Ocupa mi despacho y actúa igual que yo». «¿Que te imite?», preguntó. «Sí, y que te burles también, pero inténtalo».
A mi regreso la encontré sentada como una reinona, atendiendo el teléfono con una sonrisa de oreja a oreja, made in Porteiro. Lo había tomado al pie de la letra e hizo lo que para ella misma nunca habría hecho: se camufló, imitó los comportamientos sociales y funcionó, pero ambas comprendimos que habíamos dado con el quid de la cuestión.
Entonces fue fácil comprobar las coincidencias con los rasgos propios del síndrome de Asperger; lo difícil fue encontrar algún profesional que se lo diagnosticara, porque creían que no se daba en mujeres adultas. Sin estadísticas con la variable sexo y pruebas que solo tenían en cuenta modelos de comportamiento masculino, estar en pareja, criar dos hijos y ser una profesional cualificada la situaban fuera del estándar. Desde entonces viene luchando para denunciar esta doble discriminación: mujer y autista. Ha creado varias asociaciones, como Cepama o Sinteno, y ha reunido 136.000 firmas que desde hace unos días están en el Ministerio de Sanidad para pedir que prohíba la venta de un seudofármaco llamado MMS, que es hipoclorito de sodio, pero se vende como remedio para el autismo. Porque la lejía no cura el autismo: es un veneno. Y porque el autismo no es una enfermedad, es una condición. Molina dixit.