Cuando la tercera de vía Trumpista combina una competencia fiscal a la baja -para retener a sus grupos empresariales globales- con proteccionismo comercial -para frenar un galopante déficit exterior-, cuando el socio liberal Macron propone instaurar un control europeo sobre las inversiones extranjeras con el propósito de defender nuestras empresas estratégicas.
Más aún, cuando dentro de la gran coalición alemana se plantean restringir las entradas de capital foráneo en sectores denominados sensibles, o cuando los actuales campeones chinos de la libre circulación de capitales y mercancías en la economía global se cuidan muy mucho de abrir sus sectores financieros, energéticos o estratégicos (por ejemplo la soberanía digital).
Y, sobre todo, cuando en España las cosmopolitas urbes globales de Madrid o Barcelona (campeonas por estos pagos en atracción de inversión extranjera en busca del mercado interno español) están siendo objeto de una oleada especulativa (burbuja inmobiliaria y de alquiler para turismo low cost, residencial de lujo o de negocios) por grupos globales. Inversiones especulativas que también buscan controlar los más variados servicios (personales, distribución, taxis, comercio online).
Cuando todo esto sucede, creo muy conveniente diferenciar el fracaso que supone no conseguir que una nueva planta de fabricación de un inversor extranjero se localice entre nosotros a causa de que no podamos garantizarle un plazo de apertura, de aquellas otras situaciones en las que ese inversor apenas busca controlar una empresa ya existente para neutralizar un competidor potencial.
Por no decir cuando se trata de poner en peligro el contar con un sector financiero local o cuando se busca controlar sectores tan sensibles como la energía, las comunicaciones (lo que ya sucede en el IBEX35) o los canales de distribución. Todo ello por grupos que con frecuencia presionan por una permanente devaluación fiscal y laboral, con el chantaje de regresar a sus paraísos fiscales y moverse hacia dónde se plieguen a sus exigencias.
En muchas de esas circunstancias solo una Unión Europea reforzada (con Brexit y sin una Irlanda tóxica que impide avanzar) y sin paraísos fiscales, puede ser tomada en serio y así construir una economía sólida e inclusiva. Una economía que deje de ofrecer el bochornoso espectáculo de trabajadores que acaban muriendo en el mar, o recluidos en campos de concentración antes de entrar en ella, mientras un inversor inmobiliario por un millón de euros obtiene de matute la residencia legal.