
Qué difícil es limitar, controlar, poner orden y quitarle a un hijo aquello que lo entretiene. Qué difícil es decirle a un niño que no; qué difícil es aguantarle sus perrenchas cada vez que le niegas aquello que lo tiene enganchado. Pero la realidad es que desde que nacen, desde que están prácticamente en la cuna, los niños están habituados a sobresaturarse y calmarse (esa es la contradicción) gracias al móvil, la tablet, y después la consola.
No quiero caer en el tópico de que hoy en día todo es catastrófico porque me acuerdo de aquella frase de las madres de los niños de los ochenta: «¡Os vais a quedar tontos de ver tanta televisión!»; sin embargo, lo cierto es que ahora tenemos hijos (in) móviles, a los que les cuesta salir a jugar a la calle, a los que es difícil estimular al aire libre cada fin de semana, porque lo que más les gusta es ver vídeos en las tablets y jugar al Fortnite. Son niños que se levantan y lo primero que hacen es encender la consola, ponerse los auriculares y echarse horas y horas delante de la pantalla jugando con otros; niños hiperconectados que se ponen irascibles cada vez que les dices basta.
Pero hay que hacerlo. Hay que dosificar esa ansia y protegerlos de una futura adicción, aunque nos cueste a los padres mucha pelea. No nos queda otra si no queremos enfrentarnos, cuando no haya remedio, a otro escenario mucho peor: uno de cada cuatro chicos gallegos de 12 a 17 años apuesta y la mayoría lo hacen por primera vez en Internet. Y lo que es más clamoroso: dos de cada tres progenitores saben que sus hijos lo hacen. La ludopatía no es un juego.