De todas las cosas positivas que pueden decirse de Chernobyl, de sus intérpretes y de su forma de trasladar la magnitud del accidente nuclear, la claridad y la concisión son dos de las más relevantes. Ahora que el espectador empieza a estar desbordado por la creciente oferta de títulos que nacen con la obligación de crecer hasta el infinito, Chernobyl hace de la brevedad virtud y reivindica que no todas las grandes historias precisan de trece horas. En sus cinco episodios no sobra ni falta nada que pueda mejorar un relato que, además de ser redondo, es fácil de abarcar.
Una encuesta del Observatorio de las Series hecha pública esta semana revela que hay un público que prefiere las ficciones que se prolongan en el tiempo para poder vivir vidas paralelas. Tal vez algo como la británica Coronation Street, que se acerca a los 10.000 episodios, o la estadounidense Days of our Lives, que con sus más de 13.600 capítulos ha entretenido a varias generaciones. Pero empieza a haber espectadores que antes de embarcarse en una nueva serie sienten cierto miedo al compromiso. Si el ilustre articulista Julio Camba pedía disculpas cuando un texto le salía más largo de lo pactado y aseguraba con humor que la falta de tiempo le impedía abreviar, habría que pedirles a guionistas y productores que condensen y no tengan prisa.