Votar en Babia significa carecer de estímulos y orientaciones para ejercer nuestra responsabilidad; desconocer cómo podemos hacer que nuestro voto sea útil; estar abocados a la misma estúpida situación que hemos generado en las tres últimas elecciones, o ir ao chou, como dicen los galaico-milenials en los botellones del sábado. Una lamentable perspectiva, que debería ser mejor atendida, y que, por estar absortos en innúmeras trapalladas, o por carecer de ideas para atajarla, se nos presenta ahora -en un tiempo o en dos- como un inexorable fracaso.
Tras cuatro años de hibernación por bloqueo, el hecho de que permanezcan en el escenario todos los mantas, asesores e inexpertos que nos trajeron hasta aquí nos invita a que el 10-N nos contentemos con una cena tibia y un postre deconstruido, como si la acendrada laicidad que favorece la excelencia cultural del Halloween, con el que todos los colegios adoctrinan estúpida e impunemente a nuestros niños, nos impidiese recordar la apocalíptica sentencia redactada en Patmos, que solo los más viejos recordamos: «Porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis, 3,16).
Las claves de este previsible fracaso pueden resumirse como sigue. Una estructura de partidos esfarelada y onfálicamente radicalizada, que, de entrada, nos llevará al bloqueo, y, de salida, a una investidura simulada y a su consecuente desgobierno. Una dinámica presupuestaria enloquecida que, acosada por el crecimiento del gasto populista, el desorden de la financiación autonómica, las exigencias de los pactos Frankenstein, la ataraxia del pacto de Toledo, la incapacidad para racionalizar y armonizar el gasto sanitario, las previsiones de crisis nacional e internacional, y las embarulladas proyecciones de las políticas fiscales, puede meternos en una emergencia presupuestaria, por déficit insostenible, de manos de un gobierno incapaz y asambleario que, en vez de actuar como un cirujano, tenga que hacerlo como un forense.
Para Cataluña, que está emponzoñando toda la política nacional e indigestando con sus quimeras a todas las minorías y populismos, nadie tiene un diagnóstico adecuado ni agallas para aplicarlo. Para el modelo económico, peligrosamente terciario, y con horizontes muy difíciles para la agricultura y la industria, solo hay balanceos y equidistancias trufados con promesas de digitalización y competitividad que cada empresario tiene que afrontar por su cuenta y riesgo. Y para los problemas sociales más visibles -envejecimiento, dispersión del hábitat, hogares unipersonales, baja natalidad, juventud precarizada y sectores sociales empobrecidos por el subempleo, la precariedad o el paro- solo tenemos la receta de gastar más, y subvencionar todos los fallos que no arreglamos desde el presupuesto público.
Todo esto, creo, tiene arreglo. Pero para eso hace falta que alguien nos gobierne. Y, tras cuatro largos años de claro desbarajuste, mucho me temo que el 10-N nos meta definitivamente en el desgobierno crónico.