En términos históricos, Internet es un bebé. Llegó hace casi nada a nuestras vidas. Y las cambió para siempre. Para bien. Volver atrás, a la era analógica, es imposible, pero si eso ocurriera, habría consecuencias tan graves como las de un cataclismo. El mundo, nuestro mundo, se volvería más pequeño, más lento, menos libre y más oscuro.
Dicho esto, el ciberespacio no es un paraíso. A través de la Red se distribuyen todo tipo de contenidos y mensajes. Memes, virales, obras maestras, contenidos de calidad, noticias falsas y propaganda de diverso pelaje pueden circular a la misma velocidad y, por desgracia, lo hacen por las mismas autopistas de información. ¿Cómo diferenciar? Pues con un truco tan viejo como la humanidad: mirar con lupa quién es el emisor y buscar fuentes fiables.
Otra vía, más peligrosa, es dejar que los políticos puedan decidir preventivamente y sin control judicial quién es de confianza y quién no, como ocurre en China. O cortar Internet a todo un territorio si hay desórdenes públicos, como dice el polémico decretazo del Gobierno socialista convalidado gracias al PP en el Congreso. Se han pasado. Para poner un clavo, desmontar las etéreas estructuras de la república digital catalana, no hacía falta furar la pared de los derechos con un boquete que acabará en el Constitucional.