En un mundo en el que el nivel de los principales líderes políticos es tan pobre, la figura de Angela Merkel, en su recta de salida, se agiganta cada vez más. Su último puñetazo en la mesa ha sido reafirmar el cordón sanitario a la ultraderecha, que rige en Alemania desde la posguerra, y que los liberales con el apoyo de su propio partido (CDU) habían hecho saltar por los aires en Turingia. Su presión obligó a dimitir al candidato liberal elegido presidente con esa fórmula tripartita. La canciller dejó claro que es «imperdonable» sumar los votos de su partido con los de Alternativa para Alemania (AfD) y calificó lo ocurrido como «un mal día para la democracia, que rompió con los valores y convicciones de la CDU». En unos tiempos de más que preocupante auge de populismos y extremismos en Europa y en todo el mundo, la decisión de Merkel debe ser valorada como ejemplar. En su largo mandato ha demostrado que se puede ser de centro-derecha e imponer sus políticas con mano de hierro en la UE y, a la vez, no abdicar de unos valores democráticos innegociables. Como ya hizo en un tema tan sensible electoralmente como la inmigración, sin ceder a los postulados xenófobos de la AfD, aunque le costara votos. Esta actitud contrasta con la estrategia del PP y Ciudadanos, que han legitimado a Vox, nuestra extrema derecha, contando sin complejos con su respaldo para gobernar en comunidades y autonomías. Más aún, asumiendo algunas de sus políticas, como en el caso del llamado pin parental. El problema es que, como se preguntaba Miguel Anxo Murado, ¿el cordón sanitario a los ultras es de la CDU o de Merkel? Dicho de otro modo, ¿se mantendrá cuando se vaya la canciller? Inquietante.