Nos ha llamado la atención una noticia publicada estos días que relata el lamento de una persona tras la muerte de su madre, de 88 años, enferma de alzhéimer, en una residencia al contraer COVID-19. Manifiesta con tristeza y rabia que «la dejaron morir, no la llevaron al hospital», «no le hicieron ni una resonancia». Posiblemente sigan apareciendo noticias de este tipo, que conllevan una gran alarma social.
Los grandes avances que se produjeron en la medicina en la última mitad del siglo pasado han traído consigo, entre otras cosas, una percepción errónea de que la muerte casi siempre puede y debe quedar pospuesta, cayendo así en la tentación de prolongar la vida indefinidamente. En efecto, desgraciadamente y con demasiada frecuencia, la medicina contemporánea considera a la muerte como la enemiga suprema y persigue la prolongación de la vida más allá de todo beneficio para el ser humano y su dignidad.
Sin embargo, la medicina no debería ser, necesariamente, enemiga del envejecimiento y de la muerte y esto nos lleva a plantearnos: ¿hasta dónde debería prolongarse una vida que se apaga?
Debemos admitir la finitud de la condición humana. La muerte constituye la única certeza que tenemos los seres humanos desde el mismo momento en que nacemos. Reconocer su naturalidad y procurar la paz al final de la vida debe entenderse como una exigencia ética de nuestra profesión. Si aceptamos que la muerte es el destino de todas las personas, podremos entender que la medicina debe fomentar, no amenazar, la posibilidad de una muerte tranquila.
En toda vida llegará un momento en que las medidas de soporte vital serán inútiles. Por lo tanto, la gestión humanitaria de la muerte es la responsabilidad final, y probablemente más exigente desde el punto de vista humano, del médico que está obligado a reconocer en su paciente tanto su propio destino como las limitaciones inherentes a la ciencia y arte de la medicina, cuyos objetos son seres mortales, no inmortales.
Llegado ese momento, lo razonable o útil para ayudar a las personas es mantenerlas confortables y libres de sufrimiento. Es decir, se ha de considerar una prioridad la creación de unas circunstancias clínicas que favorezcan una muerte tranquila, debiendo de huir de acciones encaminadas a prolongar la vida más allá de lo que pueda considerarse compatible con una existencia en condiciones de dignidad personal.
La mayor parte de la población entiende por buena muerte la que ocurre sin sufrimiento, sintiéndose persona hasta el final, rodeado de sus seres queridos y, a poder ser, en su hogar. En la etapa final de la enfermedad lo prioritario es, pues, preservar la calidad de la vida. Es necesario valorar las diferentes posibilidades con el objetivo de evitar la obstinación diagnóstica o terapéutica con procedimientos inútiles, o con muy poca probabilidad de beneficios, en muchos casos invasivos, desproporcionados, que solo conseguirán retrasar artificialmente la muerte y mantener mientras una vida vegetativa.
Entendiendo como seres humanos que somos que cualquier muerte conlleva una situación inevitable de tristeza, vacío e incluso rabia entre los familiares y amigos de la persona que se va, consideramos necesario recordar, hoy más que nunca, que evitar la obstinación, el encarnizamiento o el ensañamiento forma parte de la buena práctica clínica. Es una obligación moral incorporar solo aquellas pruebas diagnósticas o aquellos tratamientos que guarden una relación de debido equilibrio entre los medios empleados y el resultado previsible. Y quizá esta sea la mayor de las responsabilidades que están asumiendo los médicos en estos momentos.